Fernando Caro: Instrucción Pública, crisis eternas y bases de partida (I)


Alicia Delibes, Vice-Consejera de Educación en el Gobierno de la Comunidad de Madrid

En el muy buen artículo de Alicia Delibes, Vice-Consejera de Educación en el Gobierno de la Comunidad de Madrid, que me brinda una oportunidad de oro para terciar en tan crucial asunto, la autora habla de lo nuestro, de lo interno (doméstico aquí me resulta cacofónico), pero con la imagen de otros.

Y aun reconociendo y describiendo los rasgos por los que debiera discurrir un proyecto de reforma total del Sistema Educativo (1), que no son otros que “recuperar valores tradicionales”, sostiene que “a la hora de tomar medidas [los políticos] se topan, una y otra vez, con aquellos prejuicios que [Arendt profetizó] harán [harían] imposible la recuperación de la sensatez y convertirán [convertirían] la crisis en un terrible desastre”

Y llegados al punto en el que se asume como imposible la recuperación de la sensatez, resulta forzoso determinar qué subyace como base de tal repertorio de prejuicios.

Quizás mi tesis llame la atención y parezca exagerada. Es, en cualquier caso resultado de mi formación, en la que lo “físico”, lo “observable” y lo que de ello deriva tiene un peso esencial a la hora de forjar un juicio.

Y la razón de tal imposibilidad no puede ser otra cosa que “el desconocimiento radical de la auténtica naturaleza y propósito del sistema de instrucción pública en general, y la de mi profesión de profesor de enseñanzas medias en particular, conocimiento sustituido por un repertorio de prejuicios por parte de casi todos los protagonistas, profesionales del aula, gestores y compatriotas”. Ésa es mi percepción y mi opinión. Y los hechos en los que se sustentan los señalaré sucintamente.

Que nuestro sistema de Instrucción Pública es un desastre sin paliativos, que nuestro sistema de Instrucción Pública es resultado de voluntades políticas o que nuestros políticos, salvo excepciones, son de una calidad peor que mala son hechos tan obvios que casi resulta de mal gusto el tenerlos que destacar así, negro sobre blanco.

Porque si tomamos como parámetro de valoración de la “calidad ciudadana” de nuestros compatriotas “su grado de instrucción, su acerbo de conocimientos específicos en diferentes áreas y materias, adquiridos a lo largo de su paso por el sistema de instrucción” es evidente que estamos instalados en un auténtico desastre nacional.

El hecho es que en algunas sociedades la Instrucción Pública no es un problema nacional, mucho menos un desastre. Y que esta realidad, que debiera servir de modelo y estímulo, se ignora por quienes debieran “apropiársela” para, con ello, tratar de mejorar un aspecto esencial para el devenir de una sociedad.

En su lugar acabamos instalados en un patético “mal de muchos…”. Porque, pese a la evidencia de que otras realidades son posibles, incluso tratándose de personas lucidas, se acepta resignadamente un discurso de “eternidad de la crisis”, terrible premisa –o conclusión, tanto más da- más aún si quienes la sostienen son personas con responsabilidades políticas. Y la razón de tal imposibilidad, como he dicho, no puede ser otra cosa que el desconocimiento radical de la auténtica naturaleza y propósito de un sistema de instrucción pública.

Porque si resultara que todo lo que acontece alrededor del asunto sucede, precisamente, por pervertir esa que yo entiendo su genuina razón de ser, de modo que de las aulas solo egresen meros sujetos tributarios -fácilmente expoliables- en lugar de genuinos ciudadanos, entonces el último en huir que apague la luz y cierre la puerta.

Así que trataré de establecer de manera inequívoca en qué consiste la esencia -naturaleza y propósito- del sistema de instrucción pública y hacerlo desde mi propia experiencia de “aspirante a ciudadano” y de profesor de “enseñanzas medias (secundarias)”, con más de 25 años de trabajo en el aula, es decir a la luz de toda una vida profesional próxima a su final.

Ciertamente hay verdades tan obvias que se siente sonrojo al descubrirlas. Yo, por ejemplo, que “Aprendí a leer a los 4 años. Me enseñó mi madre en mi Logroño natal, cuando desde Madre de Dios le acompañaba, casi siempre por la Calle Mayor, a su compra en “la Plaza”” (2) no he sabido que esa ha sido la cosa más importante que me ha sucedido en mi vida hasta que Mario Vargas Llosa lo dijo en Estocolmo.

Porque el sostener lo que sucede aquí y ahora de una actividad tan antigua como el hombre, tan vieja como nosotros, sostener por ejemplo, que “…mi profesión nada confusa, sin comprender cuál es su cometido, transformada en mero servicio de guardería la más de las veces” (3) es gravísimo. Como resulta gravísimo señalar, una vez más, que “…los niveles de instrucción que adquieren una gran parte de nuestros alumnos, tras 12 o 14 años de escolarización “obligatoria”, les sitúan próximos al “analfabetismo funcional”: ni dominan las materias instrumentales –matemáticas, lengua española y un 2º idioma- ni las restantes…” (4)

Y ello solo resulta concebible en un esquema de actuación que desconoce su auténtica finalidad, que desconoce que “La tarea primordial ha de ser la de forjar ciudadanos, personas que hayan tenido la oportunidad de conocer, comprender y aprender que la vida civilizada, la convivencia respetuosa en la “polis” que conocemos, y que hunde sus raíces en Grecia y Roma, solo es posible en el respeto a las normas que nos hemos dado. Y que la instrucción recibida trata, ni más ni menos, de favorecer la integración de los individuos, en esa vida adulta civilizada, en las mejores condiciones posibles” (5)

Y como tal propósito esencial tiene un contexto tan inequívoco como él mismo, no podemos perder de vista sus coordenadas de referencia.

De un lado nuestro modelo de convivencia civilizada –el mejor jamás conseguido por el hombre hasta la fecha a decir de Ortega y Gasset “…hasta ahora no se ha descubierto una fórmula de convivencia humana superior al diálogo, ni se ha encontrado un sistema de gobierno más perfecto que el de una asamblea deliberante, ni hay otro régimen de selección mejor que el de la libre concurrencia. Es decir, el liberalismo, la democracia. En el mundo no hay más. Al menos, por ahora”- se basa en la general aceptación y respeto de un conjunto de límites, límites que se nos imponen por el logro de ese bien superior que es nuestro modelo de convivencia civilizada.

(Es el rotundo “Defendamos la democracia liberal, que, con todas sus limitaciones, sigue significando el pluralismo político, la convivencia, la tolerancia, los derechos humanos el respeto a la crítica, la legalidad, las elecciones libres, la alternancia en el poder, todo aquello que nos ha ido sacando de la vida feral… “ pronunciado por Mario Vargas Llosa en Estocolmo)

De otro, la instrucción comienza por una primera imposición al individuo, la de su lenguaje hablado, la de su idioma. Y a ella suceden todas aquellas que tratan de inducir en el individuo las pautas de comportamiento que aceptamos como propias de la especie.

Así que se ha de aceptar sin ambages el que la instrucción exige, lleva implícita, un cierto grado de imposición: no puede entenderse aquella sin esta, son elementos de un mismo hecho. En consecuencia en los procesos de enseñanza-aprendizaje no podrán aplicarse sino muy matizadamente ciertas categorías políticas.

Y ahí estriba una de las dificultades del asunto: armonizar la imprescindible dosis de imposición con la discusión y fomento del deseable sentido crítico del que debemos enorgullecernos.

Por ello resulta imprescindible tener claro el propósito y actuar con firme convicción. Es lo que nos toca en nuestro contexto cultural, “Sé que a mis alumnos les he de ‘doblegar’, que han de aprender lo que les propongo porque mejora su instrucción y su capacidad de razonamiento y porque al aceptar las pautas que establecen las matemáticas, y las leyes y principios físicos, les ayudo a comprender que crecen en ‘ciudadano’, que la vida civilizada, la vida en la ‘polis’ que conocemos por Grecia y Roma, sólo es posible en el respeto a las normas que nos hemos dado. Fuera de eso, la barbarie” (6)

Y estos enunciados que he “descubierto” casi a la vez que la importancia y esencia de la lectura, me resultan ahora tan evidentes que no salgo de mi perplejidad por haberlos percibido tras tan dilatado periplo (inicialmente mi trabajo consistía –lo entendía- en “instruir” seriamente en los conceptos y principios físicos y en las herramientas matemáticas precisas; mis alumnos ya estaban “educados” y este aspecto resultaba subsidiario…)

Quizás pueda afirmarse que esos principios subyacen implícitos en los discursos más sensatos que se puedan oír pero no se podrá sostener que se establezcan explícitamente como base de partida esencial del quehacer de cualquier nuevo profesional o de cualquier discusión tendente a recuperar la sensatez: las bases de discusión se asientan en prejuicios y las del desempeño profesional sobre “intuiciones” o por simple reproducción de pautas conocidas. Así es y así lo he vivido.

Jamás los he oído así enunciados de boca de ningún delegado provincial, consejero, subdirector general, jefe de servicio, director o jefe de estudios de un instituto. Ni a ningún compañero. Son mi reflexión. Y como he de aceptar que pueda ser equivocada, alguien tendrá que explicarme, en tal caso, cual es el meollo de este asunto.

NOTAS

(1) Aunque en la terminología habitual se emplea la expresión “Sistema Educativo”, prefiero emplear la de “Sistema de Instrucción Pública” tratando de evidenciar lo que de diferente tienen una y otra acción.
(2, 3, 4, 5 y 6, artículo del autor en “LA RIOJA”)

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