Lo que se revela a través de la acción elocuente

Horacio Vázquez–Rial
Horacio Vázquez–Rial

La presente centuria se inició el 11 de setiembre de 2001 en las Torres Gemelas. Finalmente, a decretar la sustitución de la palabra por la explosión, que es el colmo del silencio. Del silencio anónimo, por cierto. Al final, nos matará un cáncer. O ni siquiera nos dejará llegar a eso. 

Todas las consignas, sin excepción, del «Padre nuestro que estás en los cielos», cuestión discutida y discutible, al «Hasta la victoria siempre» –¿es que no se va a alcanzar nunca?–, son fácilmente desmontables a poco que se las razone, tanto desde el punto de vista lógico como desde el político.
¿Acaso tiene sentido decir que «la sangre derramada jamás será negociada», cuando la sangre se derrama precisamente para negociar sobre nuevas bases, cuando de lo que se trata es de sumar la fuerza a la razón, cuando la política no se suspende en la guerra, sino que continúa con más encono aún porque en ella se realizan todas las contradicciones?
Todas las consignas son una renuncia al discurso, son una forma de silencio. Y cuando no las crean los dirigentes, más o menos demagogos y populistas siempre, en todas las tendencias, las generan quienes, escuchando, quieren, necesitan reducir.
No son partes de un pensamiento, sino síntesis intuitivas de lo que podía haber sido pensamiento pero que ya se había estructurado como ideología: como respuestas automáticas a la realidad, susceptibles de ser explicadas racionalmente si lo exigen las circunstancias, pero que habitualmente no requieren un paso por la conciencia antes de ser enunciadas, omisión nada despreciable si se tiene en cuenta que la generalidad de las gentes espera ideas, si no de los políticos, sí de los revolucionarios.
Las ideas se tienen, dice Ortega y Gasset, en las creencias se está. La ideología es creencia. La consigna es un elemento sobre todo litúrgico y, como tal, tan misterioso como mecánico. Desde poco antes y a partir de la muerte de Freud, acaecida en Londres el 23 de setiembre de 1939, el siglo XX empezó a ser el de los grandes discursos, muchos de los cuales devendrían consignas. Las consignas como motor de la conciencia política venían desde la Revolución Francesa, pero habían sido recuperadas en 1898 por Zola en su “Yo acuso”, acta de nacimiento de la intelectualidad comprometida, al principio con los movimientos de izquierdas, más tarde también con los movimientos fascistas.
De la lectura (recomiendo) de «Los monstruos políticos de la Modernidad. De la Revolución francesa a la Revolución nazi (1789 – 1939)», de María Teresa González Cortés (prologuista además de la edición 2011 de La izquierda reaccionaria, de Horacio Vázquez-Rial) se desprende lo contrario: el momento pide una evolución, no una revolución

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