Por Fernando Caro
¿Qué es la escuela sino la propia sociedad organizada cooperativamente, que encarga a una parte de sí misma la tarea de preparación de las generaciones futuras?
– ¿Estaría Ud. dispuesto a renunciar al móvil?
– Pues no.
– ¿Y a los avances médicos, técnicos, de mejora de condiciones de vida y a los modos de convivencia civilizada de que gozamos?
– Oiga, ¿cómo se le ocurre preguntarme si estoy dispuesto a renunciar a lo que entiendo por frutos de nuestra civilización (Estadio cultural propio de las sociedades humanas más avanzadas por el nivel de su ciencia, artes, ideas y costumbres. DRAE)?
Bueno le preguntaré solo un par cosas más. -¿Es Ud. consciente de que el móvil, los avances médicos o de cualquier otro tipo, todo aquello que Ud. llama civilización y que conocemos aquí, es resultado. Que no es algo que derive de la naturaleza de las cosas como evidencia el hecho de que no sea universal?
– Pues francamente, no.
Entonces, ¿verdaderamente Ud. no hace nada por mantener y mejorar si es posible, para las generaciones que nos sucedan, todo este “patrimonio colectivo” heredado del que disfrutamos?
– Ya le digo, francamente, no.
Amigo no solo está Ud. perdido sino que anticipa un futuro nada halagüeño. Porque todo ese legado hay que sostenerlo, no sucede como con el olmo al que con las lluvias de abril y el sol de mayo le surgen nuevos brotes. Si Ud. no es consciente de que hay que sostener tan complicado edificio, tarea verdaderamente ardua habida cuenta de su complejidad, en un periquete el edificio se le viene abajo. Y adiós; vuelta a la no-civilización, como ya le sucediera a Roma.
Tengo derecho a pensar, como lo hago, que el asunto de la “educación” no pasa de ser en estos momentos, y en esencia, sino pura mercancía. Política y de la otra. Y como tal “toma actualidad” con cansina intermitencia. No voy a referirme a lo que está en el ambiente; son otros los derroteros que adopto.
Porque si aceptamos como tarea inevitable el sostener el complicado edificio de bienestar y convivencia que nos aloja, resulta inmediata consecuencia aceptar que la escuela (entendida en sentido amplio) no es sino la propia sociedad organizada cooperativamente, que encarga a una parte de sí misma la tarea de preparación de las generaciones futuras. Precisamente con el propósito de asegurar la continuidad del edificio en un contexto o circunstancia de enorme complejidad, como jamás se ha conocido. No lo olvidemos.
Lo cual supone un esfuerzo enorme, hercúleo. Naturalmente. Exactamente igual al esfuerzo acumulado que ha supuesto transitar desde la caverna a la polis. ¿O acaso alguien es capaz de sostener que el camino ha sido de fácil tránsito?
Porque si esto no lo entienden padres, alumnos y profesionales, es decir si no lo entiende la propia sociedad, repito que estamos perdidos. En un periquete el edificio se nos viene abajo y adiós; vuelta a la no-civilización.
Si queremos que el futuro, ya de por sí imprevisible, no lo percibamos como acopio de incertidumbres más que sombrías bueno será que empecemos con una breve reflexión acerca de la esencia de la escuela y, a partir de ahí, abandonemos muchas conductas.
Los adultos han de tomar la primera iniciativa. Padres y profesionales. Por supuesto.
Los padres, a quienes correspondiendo la enorme responsabilidad de ofrecer a sus hijos una vida digna, necesitan de la escuela –institución imprescindible- para colmar las necesidades de instrucción y de educación que exige la fluida inserción futura de sus hijos en el colectivo de referencia, en la sociedad.
A ellos les incumbe el hacer comprender a sus hijos que gracias a la escuela, y lo aportado a quienes ya pasaron por ella, disfrutan de todo aquello que les rodea, de su circunstancia. Y que ante esta carrera de relevos en que consiste la vida tienen la inexcusable obligación de conservar y mejorar ese legado. Con el obvio añadido de que sin esfuerzo, trabajo, disciplina y dedicación no hay posibilidad de progreso. O, de otro modo, que fuera de esas bases rectoras el resultado es, finalmente, la vuelta a la no-civilización. No hay más.
Los profesionales, a los que la sociedad les confía sus jóvenes, su futuro, deben ser perfectos conocedores de la esencia del nobilísimo menester de compartir saber, de transmitirlo, de enseñar. Y en este terreno no hay nada peor que defraudar una confianza. Enorme responsabilidad también.
La realidad de la escuela solo me resulta comprensible si considero que el cuerpo social actúa prescindiendo, por mero descuido, de ése propósito esencial que atribuyo al entramado educativo. En los adolescentes que pueblan nuestros institutos, y por razón de su circunstancia vital, se percibe de forma nítida e inequívoca. Lo que no está ni en la naturaleza de las cosas ni en la de su circunstancia vital es que no sean capaces de comprenderlo. Pero para comprenderlo es preciso previamente conocerlo.
Esa es mi pretensión. Dejar bien sentada cual es la esencia de lo que hacemos. Para mejorarlo radical y urgentemente. O el edificio se nos viene abajo. Por descontado.