Memorias de la revolución

Por Horacio Vázquez-Rial


La revolución soviética produjo más memorias y textos autobiográficos que cualquier otro acontecimiento de parecida magnitud, más aún que la francesa de 1789. Casi todos los dirigentes, altos y medios, y hasta algún funcionario oscuro, quisieron dejar constancia de su experiencia en el que consideraban un periodo decisivo para la humanidad. Lo mismo hicieron los protagonistas de las distintas revoluciones que, por las mismas fechas, fracasaron en otras naciones europeas, como Alemania o Hungría.

Las más justificadamente célebres, por la magnitud de la figura de su autor y por su calidad literaria, son las de Trotski: Mi vida es una lectura valiosa, imprescindible para quien aspire a entender el misterioso siglo XX. Pero están llenas de omisiones y medias verdades, como cabía esperar de un hombre que no consideraba finalizada su vida política en el momento en que Ramón Mercader clavó un piolet en su privilegiada testa. Otras están condicionadas por traiciones y resentimientos personales; pongo un único ejemplo, para que se me entienda: el de Angélica Balabanov, que jamás se perdonó el haber amado al joven Mussolini y convirtió el resto de su existencia en una roja senda de expiación.

Menos famosas son las del hombre más honesto que participó de aquel terremoto en el que todos los medios, hasta los más perversos, fueron puestos al servicio de un poder difícil de conquistar y más difícil aún de conservar. Me refiero a Víctor Napoleón Lvovich Kibalchich (1890-1947), conocido por su nombre de guerra,Víctor Serge. Joven anarquista en España, bolchevique en los días de la revolución, había nacido en Bruselas porque sus padres, judíos, habían huido de la persecución zarista. Disidente de Tierra y Libertad en los días de la insurrección barcelonesa, marchó a Rusia para ser también allí disidente. Casi se diría que Serge es el disidente fundacional, al menos en público, porque Trotski tardó lo suyo en hacerse cargo de todo lo que sabía y de las barbaridades en las que había participado. (Y finalmente Serge también rompió con él, del modo que explica en “Mi ruptura con Trotski”).

Leí lo que ahora sé que no era más que un fragmento de las Memorias de un revolucionario de Serge en una edición venezolana, allá por los primeros setenta. No diré el nombre del sello, porque su fundador fue un hombre respetable y la cultura española tiene una deuda con él. Pero ahora, teniendo delante la edición que acaba de hacer Veintisiete Letras, cuya sola visión inicial me conmovió, comprendo que las mutilaciones de la anterior se llevaron consigo algunas de mis posibilidades de aprender muchas cosas sobre revoluciones y revolucionarios, cosas de las que hace falta saber para no perder el tiempo en bastillas y palacios de invierno.

La de Veintisiete Letras es una edición exquisita. El mérito de la preparación del texto original en francés es de Jean Rière, que también ha escrito el prólogo, que se cierra con una frase de Sartre que me parece precisa y cierta: “Lo que mide la presencia de un hombre y su peso, es la elección que haya hecho el mismo de la causa temporal que lo rebasa”. (Esto merecería una glosa extensa acerca de nuestra relación, mal que nos pese, cotidiana, con la historia, cuyo argumento último desconocemos, aunque nos esforcemos por intuirlo para participar más plenamente en ella, pero no es éste el lugar adecuado). Pero el cuidadoso trabajo de Rière podría haberse dañado de no haber contado con la traducción impecable de Tomás Segovia, que hace tersa y fácil la lectura en nuestra lengua.

Creo que la mejor manera de recomendar un libro, y éste no sólo lo recomiendo, sino que lo encomio como texto fundamental de la disidencia como way of life –lo que se suele llamar decencia– y afirmo que es un imprescindible; la mejor manera, decía, es reproducir un par de fragmentos.

El primero corresponde al encuentro de Serge, recién llegado a la URSS, con Shklovski, comisario de Asuntos Extranjeros:

–¿Qué se dice de nosotros en el extranjero?

–Se dice que el bolchevismo no es más que bandidaje…

–Algo hay de eso –me respondió tranquilamente–. Ya verá que estamos desbordados. Los revolucionarios sólo forman en la revolución un porcentaje absolutamente ínfimo.

Y sobre la literatura, asunto al que Serge dedica no poco espacio:

Bajo todos los regímenes, los escritores se han adaptado a las necesidades espirituales de las clases dominantes y, según las circunstancias históricas, esto los ha hecho grandes o los ha mantenido en la mediocridad. Esa adaptación estaba, en las grandes épocas de la cultura interior y espontánea, llena de contradicciones y de fecundos tormentos. Los nuevos estados totalitarios, al imponer a los escritores consignas de estricta ideología y de conformismo absoluto, sólo logran matar en ellos la facultad creadora. La literatura soviética había conocido entre 1921 y 1928 un florecimiento magnífico. A partir de 1928, declina y se apaga… Max Eastman encontró la expresión justa: “escritores en uniforme”.

Querido lector: si esto no ha llamado su atención, hágaselo mirar. De verdad.

VICTOR SERGE: MEMORIAS DE UN REVOLUCIONARIO. Veintisiete Letras (Madrid), 2011, 610 páginas. Edición y prólogo de Jean Rière. Traducción de Tomás Segovia.

Vía Libertad Digital

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