Como cualquier otra utopía, la de la unidad de las naciones para asegurar la paz, la concordia y, como consecuencia, la prosperidad y la felicidad universales degeneró en un adefesio político e ideológico que no garantiza la paz ni la concordia ni, mucho menos, la prosperidad y la felicidad. Sin embargo, nadie se atreve a tocarlo, porque se ha generalizado la noción de que sin ella, la ONU, todo sería peor.
Es posible que así sea, pero la organización es manifiestamente mejorable en casi todos los órdenes. Cuenta con 192 países, de los cuales 57 pertenecen a la Conferencia Islámica, 27 a la Unión Europea –más cuatro que son candidatos a ingresar en la misma (Macedonia, Croacia, Turquía e Islandia) y otros cinco que son candidatos potenciales (el término es empleado en la página oficial de la UE): Albania, Kosovo, Montenegro, Serbia y Bosnia)–; cuatro son paraísos fiscales o paraderos de ludópatas de lujo (Mónaco, San Marino, Liechtenstein, Bahamas), y con esto tenemos la mitad. Hay una suma importante de miembros de la Commonwealth: 55 países; más veinte naciones latinoamericanas –entre las que se cuentan dictaduras y dudosas democracias como Cuba, Venezuela, el recientemente rebautizado Estado Purinacional de Bolivia o el misérrimo Haití–, y Estados Unidos y Canadá.
Ni Botsuana –democracia autoritaria, siendo generosos–, ni Guinea Ecuatorial, ni Somalia –con sus constantes hambrunas–, ni el Sudán –que ha permitido la tragedia de Darfur–, todos ellos Estados miembros, con voz y voto, son clasificables. Alrededor de ochenta de los países con representación son dictaduras abiertas, teocracias o dictaduras con formalidades democráticas. En muchos casos son escenario de guerras internacionales (Afganistán) o civiles (Sierra Leona o Sudán).
En ninguna de las clasificaciones anteriores cabe Israel (la UE no lo considera ni siquiera candidato potencial: antes está Albania). Y, tal como están las cosas, parece un milagro que aún se encuentre en la ONU, siendo que los 191 países restantes están mayoritariamente en contra de casi todas las propuestas destinadas a normalizar su situación; y esa monstruosa organización planetaria jamás ha hecho nada por la paz en Medio Oriente, salvo dictar resoluciones en general imposibles de cumplir por ninguna de las partes.
¿Qué es, pues, lo que mantiene con vida al fabuloso elefante blanco, con tan nobles intenciones concebido por hombres ingenuos y de buena voluntad como el presidente Wilson? Una ideología dominante, la ideología propia de la globalización fáctica: el multiculturalismo, que es un parche para no integrar a nadie en nada, ni a los inmigrantes en las sociedades de acogida ni a los países en las sociedades internacionales.
La fórmula “Todos los países son iguales” es una perversión de la igualdad individual ante la ley, la única posible. Claro que no todos los países son iguales. Ni todas las culturas. Más: ningún país es igual a otro, ninguna cultura es igual a otra. He escrito en alguna parte que señalar la diferencia, la desigualdad, implica pensar en términos de superioridad e inferioridad. ¿Hay culturas superiores? ¿Hay países superiores? Desde luego, superiores en relación con los individuos: cuanto mayor es el grado de libertad que una cultura brinda a sus individuos, mayor es su nivel. Y lo mismo cabe decir de los países: Arabia Saudí no es Canadá, ni para sus mujeres, ni para sus niños, ni para sus trabajadores, ni para sus empresarios –si los hubiere al margen de la familia real–, ni para los creyentes de cualquier religión distinta del islam. Es una cuestión de indiscutible superioridad moral. Ni étnica ni cultural: sólo moral, nada menos.
Pero es que no se trata únicamente de superioridad o inferioridad en esa ONU que concede el control de los derechos humanos a Gadafi porque toca, sino hasta de la existencia misma de determinados Estados. ¿Es realmente Sudán un Estado? ¿Es posible considerar Estado a una entidad que no posee la capacidad de detener en su territorio una atrocidad como la de Darfur? ¿Lo son acaso Chad, la República Centroafricana y Libia, limítrofes con Darfur, es decir, testigos impertérritos de un genocidio?
Chad es un resto putrefacto del colonialismo francés, del que Gadafi estuvo a punto de apoderarse hace unos años: formaría parte de Libia de no haberlo impedido Francia, que con su triunfo podría haber hecho un más lucido papel en lo relacionado con el cuidado de las pobres gentes que controla el probablemente eterno general Idriss Dèby, obediente a París, bajo cuyo mandato Chad sigue siendo uno de los países más pobres y corruptos del mundo. Tan probablemente eterno es Dèby como el François Bozizé que malgobierna la República Centroafricana, en perpetuo estado de guerra civil pese a la recurrente presencia de tropas… ¡de la ONU!
Y, desde luego, la propia ONU fue incapaz de detener el desastre de Darfur. Si todos los países son iguales, tampoco tenía por qué: la responsabilidad era de Sudán. Claro que los países son iguales merced al adefesio intelectual que sostiene todo el aparato internacional de las Naciones Unidas: la existencia (inadmisible) de derechos colectivos. Sudán y Australia tienen los mismos derechos. Es precisamente en el plano de lo colectivo donde el ejercicio de esos falsos derechos invierte el sentido del derecho a la igualdad ante la ley (y sólo ante la ley, como defensa de los derechos naturales) en derecho a la diferencia. Sudán es diferente y tiene derecho a ello. Ése es el viaje de ida: de la igualdad a la diferencia. El viaje de vuelta, de la diferencia a la igualdad (todos los diferentes son iguales en su diferencia), pasa por la indiferencia ante lo monstruoso ajeno (la ablación del clítoris, por poner un ejemplo, o el burka, o la exposición de niñas, o su venta, o la explotación infantil). Olvidando, desde luego, que esa indiferencia nos hace tan monstruosos como los diferentes.
Imaginémonos por un momento embajadores en la ONU. Sí, usted o yo, que tal vez aboguemos por un endurecimiento de las penas a paidófilos o violadores en España. Tendremos que aceptar que hay países donde el matrimonio con menores (con niñas, para ser precisos) es normal y legal. Y tratar con el embajador de uno de esos países de igual a igual, y hasta votar a su lado en favor de una recomendación de protección de las mujeres y los niños que el sujeto en cuestión, en un monumental ejercicio de cinismo, también apruebe. No se asombre: en 2009 eran 185 los países que habían ratificado la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer. Estados Unidos había firmado pero no ratificado. Irán, Nauru, Palaos, Qatar (el del Barça, el de Harrod’s), Sudán, Tonga y el Vaticano (que no es país miembro de la ONU, sino observador) se habían abstenido al respecto. Entre los Estados que ratificaron la Convención estaban Arabia Saudí, Somalia y Eritrea: jamás ha habido papel más mojado que ése.
Ya he dicho demasiadas veces que el multiculturalismo es la mayor y más infecciosa plaga de nuestra época, que los derechos colectivos no existen, que el derecho a la diferencia es un invento racista –las mujeres y los niños son razas a esos efectos–, que una parte importante de los Estados miembros de la ONU no merecen ser tenidos como iguales por aquellos que distinguen la libertad individual como un bien preciado, además de un derecho natural, y que sí hay sociedades superiores, en la medida en que en ellas se privilegie la realización de ese derecho. Por eso no lo repetiré ahora.
Desgraciadamente esta organizacion ya no funciona y si lo hace es solo para que naciones poderosas influyan en paises pequeños y puedan robar impunemente. Ademas de que imponen ideologias absurdas y no adecuadas a la realidad de cada nacion.