Es decir, los negros. Aquellos a quienes la gente del común supone que Obama representa, cometiendo el inmenso error de creer que los individuos siempre representan a un colectivo, cuando –en el mejor de los casos– representan a un lobby o –en el peor– simplemente representan, en el sentido escénico del término, que es el que se emplea en política.
Negro no es una definición de color o de raza. Es un concepto de clase. El novelista Charles Kingsley (1819-1875) visitó Irlanda en tiempos de hambruna, durante el reinado de Victoria, cuando era obvio que la corona británica era responsable en buena medida de esa situación, y escribió (v. Thomas Cahill, De cómo los irlandeses salvaron la civilización, Verticales de Bolsillo):
Estoy aterrado con aquellos chimpancés humanos que vi a lo largo de cien millas de horribles campos. No creo que sea nuestra culpa. Creo que no sólo hay más de ellos hoy que antaño, sino que son más felices, y que están mejor y más cómodamente alimentados y alojados bajo nuestro mandato de lo que nunca estuvieron. Pero ver chimpancés blancos es espantoso. Si fuesen negros no lo sentiría uno tanto, pero resulta que sus pieles, excepto donde han sido bronceadas por el sol, son tan blancas como la nuestra.
Contemporáneamente, Henry Morton Stanley encontraba a David Livingstone en Tanganica y pronunciaba su célebre frase: “El doctor Livingstone, supongo…”, el más acabado ejemplo de humor victoriano. Todo el mundo entendió de inmediato que Stanley había reconocido al misionero porque no había por ahí más blancos que ellos, y formaban parte del decorado.
Claro que hubo otros negros, que no entraban en la cuenta de Kingsley ni en la de Stanley, que pocos años más tarde entregaría el Congo al rey Leopoldo de Bélgica, que perpetró el segundo gran genocidio de los tiempos modernos, reduciendo en ocho años la población congolesa de veinte a diez millones.
Hablemos de esos otros negros.
El negro príncipe etíope Abraham Petrovich Gannibal fue capturado en el siglo XVIII por tratantes de esclavos árabes protegidos por los turcos otomanos y llevado ante el sultán. El destino quiso que acabara en manos de Pedro el Grande –que no es llamado así en vano, porque el hombre era un constructor de imperios y reconocía el valor y el talento–, quien le prohijó –de ahí el patronímico– y le hizo estudiar, de modo que Gannibal llegó a ser ingeniero y general del ejército; la zarina Isabel I le concedió título de nobleza y le nombró gobernador de Tallin.
El zar Pedro actuó así con un propósito definido: demostrar que todos los hombres son iguales, más allá del color de su piel. Gannibal hablaba varias lenguas, era un notable matemático y fue bautizado en la fe ortodoxa con el nombre del general cartaginés Aníbal, a quien admiraba (y de cuyo tipo étnico nada se sabe). Realizó parte de su formación en París y trató a Voltaire y a Diderot. No era un hombre particularmente atractivo, o el retrato que de él se conserva no le favoreció, pero se casó dos veces y de su segunda mujer, Cristina Regina Sjöberg, de las noblezas sueca, noruega, danesa y alemana, tuvo un varón al que llamó Ossip.
Como para acabar de dar la razón a Pedro, Ossip engendró una hija, Nadezhda, al parecer bella mulata, que enamoró a Serguei Pushkin, un aristócrata de tomo y lomo, nada prejuicioso. Vástago de esa unión fue Alexander Pushkin (1799-1837), padre de la literatura rusa moderna. Nadie recuerda los orígenes africanos de Pushkin. Los rusos ni siquiera se valieron del dato en los tiempos del comunismo para exaltar su democratismo ante los becarios de la Universidad Lumumba. Los eugenistas que proliferaron en la primera mitad del siglo XX ignoraron metódicamente el hecho, que comprometía sus doctrinas de modo abierto. Tenía que ser desconcertante para los eslavófilos, empezando por Dostoievski, tener un antecedente negro de esa magnitud.
Por su lado, el general francés Alexandre Davy de la Pailletiere se casó con una esclava negra de Santo Domingo llamada Marie Cessette Dumas. De ese matrimonio nació en 1802 el que sería conocido por el mundo entero como Alexandre Dumas, al que todos los eugenistas del mundo leyeron en sus años mozos con verdadera pasión. Hijo de la revolución y del igualitarismo bonapartista –muy real, por otra parte–, no hubo nadie más francés que él, salvo tal vez Victor Hugo, con quien compartió exilio en Bruselas. Ayudó a Garibaldi a comprar armas en Marsella, y tengo para mí que deben de haber trabado amistad. Tampoco suele acordarse el público del color de Dumas, y los retratos más corrientes lo muestran blanco y con un incongruente pelo rizado. También sobre su cadáver pasaron los eugenistas: su contemporáneo Gobineau, padre de la teoría racial que desembocó en el crimen nazi, ignoró su existencia.
Karl Marx, hombre de hábitos sórdidos y de una notable hipocresía, montó en cólera cuando se enteró de que su hija Laura se iba a casar con el cubano, hijo de potentados franceses, Paul Lafargue, pésimo político y autor de un libro tan exquisito como delirante, titulado El derecho a la pereza, del que aún perdura en mí, habiéndolo leído a los diecisiete años, una vaga utopía del descanso perpetuo a este lado de la tumba. A Marx, a quien en la juventud llamaban “el moro”, por su recia y rizada pelambrera y el tono oliváceo de su piel, quizá señal de antepasados sefardíes, le horrorizaba que su hija se uniera a un negro, cosa que freudianamente se concretó. Las imágenes que se conservan de Lafargue nos lo muestran de piel clara, aunque con lo que cubanos y dominicanos llaman “pelo malo”. Era, por el lado materno, nieto de caribeña y judía, y él mismo se reclamaba mulato y era un rotundo militante de la causa antirracista.
Nada de esto cambió la situación general de los negros en el mundo, que venía siendo muy precaria y estaba unida a la permanencia del régimen esclavista propio de las economías de plantación, que poco tenía que ver con sus precedentes griego y romano.
Los progres suelen reivindicar como colegui al padre Bartolomé de las Casas (1484-1566), por su vindicación de los indígenas americanos (a los que la corrección política impone llamar “pueblos originarios”), que según él tenían alma como los europeos y debían ser evangelizados y bautizados, lo único que les faltaba para ser completamente humanos. Lo que Las Casas consiguió –demostrando que el progreso, y sobre todo el progresismo, es un arma de doble filo– fue arruinar la vida de los negros africanos, enriquecer a los negreros y mantener apartados a los indios de los peores trabajos… sólo durante un tiempo. Al parecer, los negros no tenían alma. Y el hecho de que el ilustre dominico peruano San Martín de Porres (1579-1639) fuese hijo de burgalés y negra liberta, y por tanto mulato de piel oscura, fraile negro, como se ve en los retratos, no cambió absolutamente nada, aunque su sola existencia refutara los principios del esclavismo y la doctrina indigenista de Las Casas, expuesta en su Historia de la destrucción de las Indias, que no sólo es considerado un texto precursor en materia de derechos humanos y permite asociar el nombre de aquél al del padre Vitoria, sino que fue durante dos siglos un best seller argumental entre los promotores de la leyenda negra (y nunca mejor dicho). Desde luego, los indigenistas americanos prefieren obviar esta parte de la historia.
Los negros han sido ignorados, despreciados, comprados y vendidos; y cuando no hubo más remedio que reconocer méritos a algunos de ellos se procedió a blanquearlos con método y rigor.
La propia historiografía española dedicada a hacer prosperar el mito de la tolerante España islámica exalta a los árabes como patronos de la península, cuando la inmensa mayoría de los conquistadores musulmanes eran beréberes.
Ciertamente, hubo atisbos críticos entre nosotros. El que posteriormente sería virrey del Río de la Plata, Santiago de Liniers, dice en su crónica de la expedición de Pedro de Ceballos de 1776-1778 que, llegada en 1777 a la isla de Santa Catalina,
[la] armada desembarcó el día 23 y el General, con la intención de apresar algunos portugueses que nos dieran noticias sobre la situación de la isla, destacó a una compañía de tropas ligeras que volvieron al poco tiempo con una negra que nos dijo que todos los habitantes de la isla o una gran parte de ellos se habían marchado a tierra firme con el Gobernador y las tropas que no estaban destinadas en las fortificaciones. Se comprobó que eso era cierto y la armada no encontró el menor obstáculo para penetrar en la isla, aunque los caminos no eran más que desfiladeros por donde no podían pasar más de cuatro hombres de frente y estaban flanqueados a cada lado por un bosque tan espeso que ni los perros podían penetrar. Es evidente la facilidad con la que los portugueses nos podrían haber parado al primer paso.
No debo omitir aquí el buen talante de la negra a la que el General le ofreció la libertad, tanto a ella como a los de su especie que se rindieran en el campo, contestando ella que estaba muy agradecida a su excelencia por la gracia que quería concederle, pero que pertenecía a una señora de cierta edad al cuidado de la cual estaba encomendada y que si se quedaba sin dichos cuidados se vería expuesta a perecer en la miseria. Yo creo que no se puede ver un gesto tan generoso y un argumento tan fuerte contra la barbarie con la que se ha tratado a estos pobres desgraciados en las colonias.
Enrique Luis Santiago de Liniers, hermano del virrey, entraría más tarde en el negocio de la trata, pero él aceptaría con renuencia el hecho consumado.
No obstante, se trata de una excepción. La lucha contra el esclavismo ha sido larga, y tiene por delante un camino doloroso. La trata es todavía una realidad en no pocos países –no sólo de negros, también de mujeres y niños–. En los Estados Unidos alcanzó niveles épicos, y hasta un mulato llegó a la presidencia, pero suponer que eso es el final de la guerra es como suponer que el poder del que disfrutó Leonor de Aquitania o el hecho de que Margaret Thatcher gobernara en Gran Bretaña significan por sí mismos que la liberación de las mujeres se ha realizado.