Hace poco, en estas mismas páginas, escribí acerca del cáncer multiculturalista. Dije entonces que no sólo había grupos culturales distintos, y por lo tanto superiores o inferiores, sino que se distinguían los unos de los otros por sus niveles de libertad individual, es decir, por su reconocimiento (o no) del derecho natural a la libertad, con todas sus repercusiones en la situación de las mujeres, los niños y otras víctimas preferentes de la miseria.
Pero ése es sólo uno de los elementos diferenciales. Otro, no menos importante, es el de la relación de cada grupo cultural (que no cultura, mal que pese a no pocos antropólogos reacios a la noción de humanidad) con la verdad. La misma definición relativista de las culturas como entidades autónomas y escasamente dadas al cambio evolutivo refiere a la existencia de más de una verdad. Los neonietzscheanos posmodernos acuden un día sí y otro también a aquello de “tu verdad” y “mi verdad”. Una majadería, al cabo de dos mil quinientos años de filosofía, puesto que si hay algo en este mundo que no puede ser relativo ni subjetivo es la verdad. Cabe que sean distintos los criterios acerca de cómo acceder a ella, y de hecho han ido variando progresivamente al hilo del avance de las ciencias, como explicó hace ya años Thomas Kuhn en La estructura de las revoluciones científicas.
Este relajamiento de la atención que el multiculturalismo estimula en relación con la verdad ha generado una extensísima producción ideológica –la ideología es ese magma confuso que con su ruido constante impide pensar racionalmente, anoté hace unos días– en la literatura y las artes. Primero en los Estados Unidos, y luego en el resto del mundo. Esto tiene unas consecuencias prácticas de gran alcance a la hora de vaciar los cráneos de los occidentales, que somos los más afectados por estas desfiguraciones.
Aunque ya en los años cincuenta encontramos reacciones –Sorokin, Andreski, oportunamente recordados por Edison Otero en un libro que he reseñado recientemente– ante la pornografía intelectual posmoderna, por entonces en agraz, la eclosión de la propaganda liquidadora de la razón tuvo lugar en la era Reagan, por sorprendente que parezca: a la revolución conservadora respondió el Hollywood progre con una nutrida producción fílmica, coherentemente relativista, cuya cumbre fue Bailando con lobos, una orgía de atrasismo perpetrada durante el mandato de Bush padre, un verdadero alarde rousseauniano en elogio del buen salvaje, a todas luces preferible al progreso, asesino de búfalos y de pueblos originarios.
Por eso, cuando los indigenistas de hoy mismo hacen el elogio de su medicina, distinta de la occidental –recuerde el lector la consigna “Nuestro futuro es nuestro pasado”, emitida por un indígena boliviano en el curso de los fastos de 1992–, siembran en un terreno abonado por el agit prop fraudulento que lleva décadas promoviendo al gran jefe Seattle o a Rigoberta Menchú. Y los californianos de baba, que probablemente no se dejarían atender por un médico quechua, hacen el elogio de la medicina china, generada en una cultura milenaria que, como el diablo, debe de saber por vieja. Son modos de echar al cubo de la basura al también milenario Occidente, y toda la ciencia y la tecnología acumuladas a este lado del mundo. Que, no lo olvidemos, se han desarrollado al amparo de la razón, mal que pesara a Rousseau, padre del relativismo.
La ciencia es una. La verdad es una. La búsqueda de la verdad se puede llevar a cabo por sendas distintas, a condición de que sean racionales.
La búsqueda mística es de otro orden, pero ya se han encargado los dos últimos papas de establecer criterios –también racionales– de relación entre la fe y la razón, en su rechazo frontal a todo relativismo. El judaísmo ha abierto caminos a la razón desde tiempo inmemorial, aun en medio de conflictos espirituales tan complejos como aquellos por los que pasó Spinoza, y su contribución al saber general es innegable. Ninguno de los constructos intelectuales ajenos al tronco judeocristiano ha participado del mismo modo en el desarrollo de la noción de humanidad como único colectivo abarcador y destinatario común del conocimiento; y, por lo tanto, investigador racional de la realidad. Sin embargo, las maquinarias de producción ideológica han logrado instalar el virus de la duda autodestructiva entre nosotros. Y es que algo ha fracasado estrepitosamente en nuestra estructuración social.
El marxismo, teleológico como es, tiene parte de la culpa de ese fracaso. Su crítica brutal y arrasadora del capitalismo no dejaba otra opción que la utopía, en esencia totalitaria. Y, por ser el último pensamiento fuerte, la última Weltanschauung, se apoderó de la vida intelectual durante tres cuartos de siglo. Se instaló en las universidades y demás centros de producción y reproducción ideológica, y hasta en el lenguaje cotidiano y la literatura. Y cuando la utopía totalitaria cayó, sólo quedó un desierto, rápidamente ocupado por los impostores que venían poniendo a punto su estafa desde hacía décadas pero aún no habían podido expandir su influencia. La lista de okupas del mundo intelectual es larga, y va desde los idiotas de la corrección política –instrumento censor que venía creciendo desde la época victoriana y que se evidencia en los clásicos expurgados con que se trabajó durante siglos en las instituciones universitarias británicas– hasta los islamistas de tono conciliador, estilo Sami Naïr, que pretende contrarrestar a Bernard Lewis desde la propaganda.
Otra parte de la culpa la tiene nuestra mala conciencia respecto de una historia mal contada y peor escuchada: la del colonialismo como fenómeno nuevo, del siglo XIX. Hay una lectura equívoca del “Amar al prójimo como a uno mismo”, que deriva en “Amar al prójimo más que a uno mismo”, que suele estar en el origen de esa mala conciencia. Los okupas de las aulas (y de las bibliotecas) dicen que hemos escrito una historia no neutral, no respetuosa con los otros, desde un punto de vista únicamente occidental, pero resulta que hemos escrito la historia de la trata dejando de lado a los demás y hemos cargado con el mal sin explicar que Occidente no hizo más que incorporarse al tráfico de seres humanos que habían iniciado como próspero negocio los musulmanes, ya en tiempos de su primera expansión, en los siglos VII y VIII, precisamente en África. Colonialismo y trata comienzan allí, y Occidente se incorpora. Pero Occidente –en el XVIII y en el XIX– desarrolla su autocrítica, y las revoluciones de 1776 y 1789, con todas sus taras; y la guerra civil americana de 1861-1865 (al margen de su condición de enfrentamiento entre el Norte industrial y el Sur de las plantaciones, de la necesidad del Norte de tener obreros y no esclavos) tuvo un centralísimo objetivo moral en el abolicionismo.
Consideradas todas las ciencias o pseudociencias llamadas “del hombre”, desde la sociología hasta la antropología, cuyo estatuto real está por determinar, la historia es la más cambiante y aquella en la que más difícil parece establecer criterios de verdad. Lo trágico de este problema es que sin historia no hay verdad, que los criterios de verdad se generan en la historia y que ésta tiene que ser también única. Marx lo comprendió hacia el final de su vida, y por eso se lanzó desesperadamente a crear modos de producción, para incorporar a su teoría todo lo que se había dejado fuera, que era un parte considerable del mundo. Tengo para mí que la universalización de la historia, que se verá alentada por la realidad de la globalización y que es un paso más hacia el establecimiento de criterios de verdad en el relato histórico, ya está en marcha. Y, a falta de una sistematización precisa de los criterios existentes, habrá que esperar que, como otras zonas del conocimiento, se reconfigure, conformándonos entre tanto con una historia que, en su proceso, sea regla de sí misma.
Lo que no es de recibo es que en ciertos departamentos universitarios de estudios (de género, de raza o de la particularidad que sea) se enseñe a alumnos negros que el primero en alcanzar el Polo Norte no fue Robert Peary sino su asistente, Matthew Henson, que estaba muy orgulloso de serlo y que descendía de un célebre esclavo negro fugitivo. Iban juntos, es cierto, y juntos se acercaron todo lo que pudieron al polo –se estima que llegaron a unos 30 kilómetros, lo que no era poco en 1909–, y los dos tuvieron hijos con mujeres esquimales, pero lo que se enseña no eso, sino que Henson llegó y ni siquiera se nombra a Peary. Henson ya había sido reivindicado en su día, y está enterrado en Arlington, muy cerca de donde lo está Peary, pero no había que perder la ocasión de hacer un poco de discriminación positiva ¡en el pasado!, de modificarlo en un sentido reivindicativo. Lo más curioso es que el acento no se pone en lo difícil que hubiese sido para un negro en 1909 conseguir la financiación para tamaña empresa (a pesar de que ya había una pequeña burguesía negra en los estados del norte), y que por lo tanto era lógico que la expedición la organizara y la dirigiera Peary y no Henson. Podríamos recorrer todos los departamentos de estudios y en cada uno encontraríamos un adefesio así. Lo cual indica que se dicen mentiras en abundancia, pero que también hay una verdad, que depende de la lógica interna de los acontecimientos.