Sanciones, delincuencia, golpe, modelo

Por Horacio Vázquez-Rial

La casta política está de acuerdo: aquí no ha pasado nada que no fuera un ataque de locura de los controladores aéreos, a los que hay que amenazar, expedientar, embargar y encarcelar. El pueblo, preguntado, ha dicho que hay que despedirlos a todos: según La Razón, coincide en ello el 85% de la población. Belén Esteban también, a la vista de la hora y media que Sálvame le dedicó al tema el lunes.

Más aún: el PP está ofendido con Gaspar Zarrías por relacionarlo con los “delincuentes”, que han hecho algo “inadmisible”. La verdad es que los controladores han hecho lo que han demostrado en muchas ocasiones que saben hacer: ¿cuántas veces han dejado pasajeros en tierra? Claro que es inadmisible, pero es que siempre lo es, no sólo ahora. Y si a la gente no se le ha ocurrido antes despedirlos ni militarizarlos es porque el asunto no había sido jaleado por los medios, incluida la prensa de bidet, como ahora, cuando al gobierno le conviene porque ha llevado al extremo su intervención –una intervención franquista, sin paliativos–, en plan demostración de fuerza, tal vez para compensar lo mucho que han venido debilitando al Estado.

Lo que la UE pretende no es un gobierno fuerte, sino un Estado fuerte.

La gran pregunta la ha formulado Iñaki Ezquerra, y –aunque no coincido con su respuesta– la reproduzco aquí: ¿qué ha hecho pensar a los miembros de ese colectivo laboral que se podía hacer una cosa así y salir impune? ¿De dónde les viene ese error de percepción que les impidió medir las consecuencias de su huelga? Pues yo supongo, querido Iñaki, que de algún miembro del gobierno.

Alguien les dijo, o le dijo en concreto al señor Camilo Cela, que se podía hacer. Por eso, cuando se reunió con el gobierno –reunión de la que casi no se habló en la prensa, porque el proceso fue en todo momento oscuro– y recibió la noticia de que en realidad no se podía hacer, volvió a hablar con sus compañeros en “coche oficial”, según Intereconomía, “y con una cara demacrada”, señalan los testigos. “Estaba roto.” Hay incluso quien piensa que fue sometido a tortura psicológica. “Tenía la cara por las rodillas”, señalan. “No sabemos lo que le hicieron, pero estuvo con militares, la presión debió ser brutal”, añade otro controlador.

“Por favor, enchufaos –regresad al trabajo– que lo perdemos todo”, fue el mensaje de Cela. Previamente, la junta directiva de USCA había deliberado y votado. Sólo un miembro votó por continuar la huelga salvaje. La sorpresa del motín de Torrejón fue mayúscula. Habían quedado en aguantar hasta el final “pasara lo que pasara”. Pero ahora ya había pasado. ¿Y qué había pasado? En las reuniones entre Cela y el Gobierno, el Ejecutivo les había enseñado los expedientes de embargos de sus casas y bienes. Además, les habían amenazado con que, tras la declaración del estado de alarma, en la misma tarde del sábado entrarían en la prisión militar acusados de sedición.

Quien le hubiese prometido algo se desdijo en esa reunión del gabinete con presencia del CNI. Probablemente el mismo que decidió reabrir el viernes el conflicto con los controladores decretando recortes salariales, la obligación de recuperar “sin cobrar las horas de baja laboral, las horas sindicales e incluso las horas de baja maternal”, como informó Luis del Pino, quien también señala que se trata de “recortar derechos laborales que están garantizados por Ley Orgánica”.

La reacción de los afectados era, pues, de esperar, y estoy convencido de que el gobierno la esperaba: tan, tan ineptos no son, y astucia les sobra. El asunto, pues, era enfrentar el problema tal como se hizo porque: 1) no se puede despedir a los controladores porque no hay para ellos sustitutos posibles, ya que no se han contratado nuevos profesionales –necesariamente extranjeros y con salarios menores y deberes distintos–, ni se ha iniciado la formación de otros, ni los controladores militares pueden hacerse cargo por número y porque no se ha renovado su licencia europea, que es la que permite su empleo en aeropuertos civiles; 2) así, la gran solución era militarizar el servicio –saltándose la legalidad, porque para ello hace falta decretar el estado de excepción– y decretar el estado de alarma –cosa que no se hizo el 23-F ni el 11-M– con el rey en el extranjero y el presidente en casa. O no, porque tardamos dos días en verlo y el decreto lo firmó el ministro de Presidencia, señor Jáuregui.

Después, el presidente sostuvo que se había manejado bien la comunicación, que no hacía falta su presencia. No sé si hacía falta –a decir verdad, creo que él no hace falta en ninguna circunstancia, y que haría mejor en dimitir– en términos informativos, porque iba a decir lo mismo que dijo Rubalcaba, pero correspondía en términos éticos y estéticos. Y el estado de alarma no es moco de pavo: crea alarma social, valga la redundancia, que lo es tanto sintáctica como política. Digamos que si un presidente –aunque sea éste– da la cara, tranquiliza un poco: uno no se pregunta si estará debajo de la cama o en un búnker.

Hoy, superada la crisis según Rubalcaba, correspondería derogar el decreto. Pero no: consideran necesario dejarlo ahí hasta pasadas las Navidades, y hasta auguran una prolongación mayor en el tiempo. Mientras el estado de alarma continúe vigente, no se pueden disolver las Cortes ni convocar elecciones: una situación estupenda para un tipo al que medio mundo, fuera y dentro de su partido, le está reclamando por activa y por pasiva que dimita. Cualquiera tendría derecho a pensar, vistas esas circunstancias, que lo que sucedió durante los últimos cuatro días es un golpe de estado: un autogolpe, para ser precisos, destinado a mantenerse en el poder más allá de lo imprescindible, lo correcto y lo saludable. Salvo por el hecho de que la permanencia del estado de alarma es ahora cuestión de las Cortes. Cometería un error el PP si votara a favor de la pretensión del gobierno.

A Luis Napoleón Bonaparte, golpista contumaz, le salió bien lo de pasar de la república al imperio, pero al menos era sobrino de un emperador de verdad. Si estos socialistas hubiesen leído a Marx, sabrían un poco más del asunto y no cometerían tantos desaguisados. Pero no es cierto que la historia enseñe, ni siquiera a quienes la leen, si leen desde la soberbia, el prejuicio y la ignorancia, que, como dijo alguien, es la única técnica que no requiere perfeccionamiento.

No obstante, aunque uno tenga derecho a pensar en un golpe de estado, lo más probable es que los motivos del gobierno —democráticamente elegido por el mismo pueblo que hoy acepta esta situación de flagrante ilegalidad y hasta exige que los controladores sean discriminados, militarizados, expropiados y enviados a prisión– sean mucho menos sutiles, porque también para el mal es necesario un pensamiento, y sus motivos para todo este despliegue de crasa contundencia estén relacionados con otra forma de perpetuarse: tapar, como se tapó, una serie de reformas forzosas que deben disimular: la liquidación de Muface y el paso de los funcionarios a la Seguridad Social general, en plena decadencia; los recortes de toda clase; el incremento de la presión fiscal directa e indirecta: tabaco, alcohol, IVA inevitablemente repercutido en todos los precios, etc. Medidas que, en el lenguaje propio del socialismo patrio, son lisa y llanamente “antisociales”, pero que no pueden eludir, al menos en el modelo político actual.

El modelo, por cierto, es insostenible. Nadie puede creer posible mantener la prestación de los 400 euros para parados de larga duración cuando estamos ya en los cinco millones de desempleados y vamos a más. Nadie puede creer posible mantener dos regímenes de seguros sociales, uno especial para funcionarios, discriminatorio por definición, cuando ya cuesta mantener en funcionamiento uno. Pero no es tampoco presentable cambiar todo eso y seguir dando millones a Marruecos cada mes, sea al Estado, sea a ONG de ignoradas funciones que, en última instancia, estarán a las órdenes de la corona. Ni haciendo donaciones a los gays de Bolivia o del Perú.

Y este aspecto del modelo, uno de los más perversos, rige del mismo modo en la empresa privada: yo no sé gran cosa de economía, de modo que alguien tendrá que explicarme por qué la Fundación Telefónica firma con la Organización de Estados Iberoamericanos para la Educación, la Ciencia y la Cultura un acuerdo para “mejorar la educación” de un millón de niños –no se dice cuáles ni dónde, e Iberoamérica es muy grande–, aportando a esa causa diez millones de euros durante diez años, cuando la educación en España es desastrosa. Lo explica así, como lo acabo de contar y aplaudiendo la medida, La Razón del pasado lunes 6 de diciembre.

Hay que cambiar el modelo, pero hay que cambiarlo con cierto criterio político, no a manotazos.

Hay que privatizar los aeropuertos: estupenda medida que, de paso, arranca El Prat de las manos de la Generalidad de Cataluña, pero probablemente para ponerlo en las de los mismos tipos que medran dentro y en los alrededores del gobierno catalán, los del caso Palau o cualquier otro de parecida enjundia. Además, habrá que venderlos en ciertas condiciones, porque nadie está dispuesto a regalar dinero ni a adquirir una empresa con un conflicto de tan magnas dimensiones como el de los controladores. No hay comprador que posea un ejército para movilizar a sus empleados, ni que esté dispuesto a pagar salarios superiores a la media europea, como parecen ser los de este colectivo. A propósito: ¿usted ha visto una hoja de liquidación de los que aseguran que no ganan tanto?

Hay que privatizar las loterías: ¿por qué precisamente las loterías? ¿En régimen de monopolio? Es casi el sueño de Al Capone. ¿No sería más razonable un proceso gradual que autorice la creación de empresas capaces de asumir una cuota de mercado? ¿Es legítimo otorgar participación en un monopolio del Estado? Si se hace, rompiendo legalidad y ética, tendremos mafiosos asociados con el Estado y con todo el mercado a su disposición. Y, por supuesto, a medio plazo, cuando el gobierno, éste u otro, se haya gastado el dinero de la venta, recurrirá a más impuestos para compensar lo muchísimo que habrá dejado de ingresar. Quedan muchas preguntas más; por ejemplo: ¿qué hacer con los sorteos de euromillones, que se juegan en toda la UE?

El estado de alarma sirve también para que nadie piense demasiado en estas cosas.

Este gobierno tiene un privilegio: es de izquierdas, de modo que puede cometer las tropelías de estos días, recortar salarios y pensiones –aunque no dádivas–, tomar, en suma, medidas antisociales sin que nadie haga absolutamente nada. En este sentido, parece inteligente que el PP espere un tiempo, porque si le tocara tomarlas a él, duraría minutos en el poder: las movilizaciones serían impresionantes, se le acusaría a la vez de franquista y de liberal, o de cualquier otra cosa, y la oposición sería feroz. Más feroz de lo que ya es. Porque tipos como el presidente, o el vicepresidente, o Zarrías, o Sopena, dedican el grueso de su tiempo a hacer oposición a la oposición. Parecen desconocer que si hay una ley histórica es la que dice que las tareas de la izquierda debe hacerlas la derecha en el poder y las de la derecha, la izquierda. Kennedy se lanzó a la guerra de Vietnam, y tuvo que salir Nixon: al revés, hubiese sido desastroso para ambos.

Pero hay que esperar lo justo. El momento del cambio es ahora: lo peor, lo más duro de vender, está hecho. Y España, el Estado, se está descomponiendo, política, económica y moralmente. Si el lunes 6 se reunió un grupo en la puerta del Congreso, aguantando la lluvia, para abuchear a Zapatero y llamar “presidente” a Rajoy, es la hora de las movilizaciones que den el respaldo necesario a la moción de censura, sólo postergada ahora por el estado de alarma, pero decididamente imprescindible. No acometer esa tarea sería traición.

Vía Libertad Digital

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