La felicidad

Por Horacio Vázquez-Rial

Entre los derechos establecidos en la fundación de los Estados Unidos –por obra, como tantas otras cosas, de Thomas Jefferson– se cuenta el de la búsqueda de la felicidad. Hace un tiempo, a mediados de este año que termina, se discutió en Brasil si se debía incluir tal derecho en la constitución del país. Lo que no está claro es en qué consiste la felicidad.

La idea de felicidad es reciente. Rosa Sala Rose, en su extraordinario libro El misterioso caso alemán, nos recuerda que fue Saint-Just quien se refirió a ella como “la gran idea” del siglo XVIII. Y explica a continuación:

La búsqueda de la felicidad, tanto individual como colectiva, es una pretensión genuinamente ilustrada y va de la mano de una paulatina secularización de la sociedad (…) el hombre europeo deja de conformarse con la promesa de una felicidad post mortem [y] empieza a pensar que acaso la felicidad terrenal y la felicidad eterna no se excluyan necesariamente la una a la otra.

Lo cual abre una serie de nuevos problemas, entre los cuales se encuentra el del sentido de la muerte. Si ya no se pasa “del sufrimiento a la dicha eterna”,

¿cómo aceptar [la] presencia intrusa [de la muerte,] si lo único que hace es arrancarnos de una vida terrenal que consideramos razonablemente feliz para llevarnos a otra felicidad equivalente, supuestamente eterna, pero de características desconocidas?

En el otro extremo de la hasta ahora breve historia de la felicidad se encuentra, en el siglo XX, Albert Camus. “Los hombres mueren y no son felices”, dice el escritor francés. Y abre El mito de Sísifo con una contundente afirmación: “No hay sino un problema filosófico realmente serio: el suicidio”. Es decir: ¿tiene la vida sentido? ¿Y lo tiene la muerte? ¿Acaso, nuevamente, como en tiempos más píos, la muerte puede ser el camino a la felicidad que no es posible encontrar en este mundo?

Tal vez el verdadero problema, lo que sobrevuela todo este conflicto moderno, sea la indefinición del término felicidad, que es lo que hace tan difícil la cuestión de la muerte y el más allá. El DRAE dice que es el “estado del ánimo que se complace en la posesión de un bien”. Y sospecho que, por una vez, tiene razón. Porque desde la Ilustración estamos hablando de lo que tal vez no sea más que un estado del ánimo, como si se tratara de algo objetivamente precisable. Cuando Camus dice que los hombres mueren sin ser felices se refiere al sentimiento de felicidad, algo tan inasible que hasta mencionarlo da miedo. Y cuando Jefferson afirma que se tiene el derecho a buscarla, ¿no remite acaso a la posesión de un bien, o de determinados bienes?

Para la piedad tradicional, la felicidad eterna radica en la contemplación gozosa de Dios en lo que llamamos paraíso, definido por Juan Pablo II –al igual que el infierno y el purgatorio– como una “metáfora”. Para el secularizado hombre corriente de nuestros días, la felicidad es pura exaltación de los sentidos.

En cualquier caso, se trata de la felicidad individual, en la cual el amor y la pareja desempeñan un papel importante. Si bien antes del siglo XVIII no faltaron jamás las historias de amor (quizás otra clase de amor), sólo entonces se empezó a pensar en la posibilidad de que el matrimonio se conciliara tanto con la pasión como con la felicidad. El matrimonio por amor, cuya primera defensa entre nosotros aparece en 1806 con El sí de las niñas de Moratín, escrito en 1801 pero no representado hasta entonces, es uno de los ideales sociales de nuevo cuño, nacidos de la “gran idea” de la felicidad. La práctica contradice en ocasiones esta expectativa, y no falta quien, tras un estrepitoso fracaso, con pérdida de felicidad incluida, se lanza a abogar por una institución familiar a lo Ancien Régime, donde la felicidad se derive antes de la eficacia de una unión que de la pasión realizada (y extraviada misteriosamente en el día a día). Con lo cual se renuncia al amor loco, pero no a la felicidad, y el papel de la sexualidad se orienta más hacia lo reproductivo que hacia lo estrictamente placentero. La felicidad cobra así el carácter, más modesto, del bienestar.

También, y es tópico popular, se asocia la felicidad con el dinero. Con un criterio tal vez excesivamente ramplón, pero en ningún caso despreciable, se concluye que, a mayor riqueza, mayor felicidad. O mayor bienestar. Pero ya en El utilitarismo John Stuart Mill escribía, en 1863, que el dinero “ha llegado a ser él mismo un elemento principal de la concepción individual de la felicidad”. Esta afirmación ha sido repudiada por las izquierdas estatalistas, y Marx se refirió al dinero como forma de la alienación. Pero todas las construcciones políticas en torno del Estado de bienestar son crasamente economicistas, aunque sea imposible negar su raíz cristiana. Se trata de que el Estado asuma de modo orgánico la caridad, ocupándose de quitar a unos para dar a otros, limitando así el derecho a la búsqueda individual de la felicidad, que se ha demostrado más beneficiosa para la sociedad que el arbitraje de los gobiernos, autoritarios siempre, por mucho que su elección sea democrática.

Oímos a menudo la frase: “Que Dios me dé salud”. Sin un buen estado físico, es difícil ser feliz. Pero en modo alguno la salud la reparte Dios en nuestras sociedades: lo hace también el Estado, y del mismo modo en que reparte el dinero, mediante la caridad organizada, y en ningún caso gratuita, sino financiada, en parte por los propios beneficiarios, en parte por la recaudación fiscal general. De las pérdidas de un sistema de salud perverso hay un montón de culpables: los viejos que viven demasiado, los fumadores –que, por otro lado, hacen un ingente esfuerzo fiscal para servir al Estado camello–, los marginales de toda clase y condición, incluidas las viudas abusonas que hasta cobran pensiones.

Se supone, y así es aceptado hoy por izquierdas y derechas, que la síntesis propuesta por la célebre canción de Rodolfo Sciamarella, “Salud, dinero y amor”, es imprescindible para la felicidad, que el Estado debe proveer, a su saber y entender. Se trata de una traición rousseauniana a la concepción de Thomas Paine expuesta en Derechos del hombre:

Cualquiera sea la forma o la constitución del gobierno, no debería tener más objetivo que la felicidad general. El solo gobierno civil, o el gobierno de la ley, no da pretextos para muchos tributos; actúa dentro del país, de modo visible, y excluye la posibilidad de grandes engaños. Las revoluciones, pues, tienen como objetivo el cambio de condición moral de los gobiernos, y con este cambio se reducirá la carga de las contribuciones públicas y se permitirá a la civilización el goce de esa abundancia de la que actualmente se le priva.

A Paine, muy claro en cuanto al tamaño y el poder fiscal del Estado, no se le hizo mucho caso. El “propender” de los Estados a la “felicidad general” que recogen diversas constituciones inspiradas en Rousseau, como la venezolana, es entendido siempre como función del Estado y, por lo tanto, como privilegio de éste. José Martí, que era un tipo mucho más inteligente y, desde luego, mucho más liberal que el personaje Martí creado por la doctrina castrista, dejó dicho, en cambio, que “la felicidad general de un pueblo descansa en la independencia individual de sus habitantes”. Más cerca de Paine de lo que les gustaría a muchos.

En Paine, el término felicidad tiene más que ver con la satisfacción que con cualquier exaltación anímica. Paine murió en 1808, dos años después de nacer John Stuart Mill, que enunciaría, entre muchas otras cosas, la teoría del deseo como generador de voluntad.

Escribo en tiempo y lugar de infelicidad general o insatisfacción general, escasa independencia individual, exceso de Estado y de tributos, reparto estatal de salud, dinero y amor. No hay que esperar gran cosa del porvenir inmediato. Ni libertad ni bienestar, ni permiso para desear o ambicionar, ni siquiera emociones desbordadas que se puedan confundir con la felicidad íntima.

Vía Libertad Digital

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