Conozco bastante bien la vida y la obra de Lev Davidovich Bronstein, que se hizo llamar León Trotski por razones que aún no están claras. La leyenda dice que adoptó el nombre de un personaje con el que trabó cierta amistad en el destierro siberiano. Pero ahora Robert Service lo desmiente. De hecho, en esta nueva biografía se desmienten muchas cosas.
Debo reconocer que es difícil recomendar una biografía específica. Para el lector interesado, diré que ésta es excelente pero que también hay que leer otras. Claro, que algo así diré en todos los casos. Puede usted leer con toda la paciencia del mundo el Churchill de Roy Jenkins, pero siempre le faltará algo, y tal vez encuentre ese algo, en parte, en el Winston Churchill de Sebastian Haffner –breve, intenso y bello– y, por supuesto, en los escritos del protagonista, cuya grafomanía no conocía límites. Y puede usted leer el Hitler de Kershaw, recorrer al detalle su enorme extensión, que aun así le faltará, por ejemplo, conocer El castillo en el bosque, de Norman Mailer, y, por supuesto, el laberinto full of sound and fury de Mein Kampf, una auténtica historia clínica política.
Del mismo modo, puede leer el Trotski de Service, pero eso no le ahorrará el conocimiento de la autobiografía del protagonista, Mi vida –literariamente superior–, ni los tres volúmenes que le dedicó Isaac Deutscher: El profeta armado, El profeta desarmado y El profeta desterrado. También es conveniente conocer el Stalin de Deutscher, un apóstol del trotskismo que se pasó años debatiéndose entre el Trotski que había creado y los reclamos del sionismo. Porque, desde luego, el Trotski de Deutscher es casi tan creativo como el de Mi vida.
¿Qué le requerirá el Trotski de Robert Service, además de los libros citados? En realidad, Service ha escrito un Stalin, un Lenin y una Historia de Rusia en el siglo XX, todos ellos disponibles en español y absolutamente complementarios. Hasta el punto de que Trotski le proveerá de muy pocos datos sobre los otros dos coprotagonistas de la época. No son obras separables. Pondré un ejemplo: a lo largo de Trotski aparece muchas veces Parvus, un personaje fascinante, muy amigo de Lev Davidovich, que además de hacer una fortuna y enamorarse de Rosa Luxemburgo –lo que ya requiere vocación revolucionaria– fue el hombre que arregló el viaje de Lenin a través de Alemania en el célebre vagón sellado para que llegara a Rusia e impusiera la paz. Después, Lenin no le permitió volver a su patria porque le consideraba un disoluto, un capitalista y un fraccionalista –nadie más fraccionalista que Lenin–, o, lo que es más probable, porque Parvus sabía demasiado. El hombre compró una mansión en Wansee para la Luxemburgo, que ésta nunca aceptó y que, a la larga, sería expropiada por el Reich: en ella tendría lugar, tres décadas más tarde, la reunión de los jerarcas nazis para decidir la solución final. Pues bien: en Trotski sólo aparece el Parvus amigo y no se relata el retorno de Lenin: todo eso está en el Lenin.
Sobre Lenin, el Lenin real, capaz de hacer el viaje a Rusia en compañía de la Krupskaya, su esposa legítima, y su amante, Inessa Armand, hay muy poco escrito. Este hombre, acerca del cual se llenaron millones de páginas hagiográficas, es visto como él deseaba ser visto: como un puritano. Robert Service, en la obra que le dedicó, da un primer paso hacia un Lenin auténtico. Y es lógico, porque casi todo lo anterior había sido escrito por comunistas y Service no lo es. Tampoco es un anticomunista de la vieja escuela, porque sabe demasiado sobre la revolución rusa como para cometer semejante error. Ni Lenin ni Trotski eran furibundos fanáticos –nunca perdieron de vista sus fines–, como se comprueba en las páginas 379-390 de Trotski, donde se exponen las circunstancias que rodearon la instauración de la NEP (Nueva Política Económica) y se muestra a ambos como inteligentes políticos, empeñados en la necesidad de atraer a Rusia capitales extranjeros.
Stalin, que vive zorrunamente en paralelo, posee ya entonces un proyecto autárquico, lo que le hace aún más zar que los zares. Lenin y Trotski, puestos al mando, no hubiesen permitido el exterminio de millones de rusos, ucranianos y georgianos por hambre: tenían objetivos pero no prisa. Ya sé: ésta es una imagen nueva, y ése es el gran mérito de Service, en su sabio modo de mirar la URSS. Si uno se toma el trabajo de leer sus cuatro obras fundamentales, comprenderá lo que ocurrió. Y Service no es ni remotamente tan espeso como Edward H. Carr en su Historia de la Rusia soviética, que tiene el gran mérito de haber sido escrita por un contemporáneo que trabajó con materiales de primera mano, por su situación en el Foreign Office –además, Carr entendió lo que estaba sucediendo en Rusia antes que Churchill, ya en 1919, lo que no es poco–.
No piense el lector que Trotski es una biografía exclusivamente política: por el contrario, es absolutamente minuciosa en los aspectos íntimos del personaje, que no era una joya. Cuando escapó de Siberia –lo que no era difícil entonces, porque los zares no tenían un aparato de control de los confinados comparable al de Stalin: Trotski huyó en tren–, lo hizo dejando allí a su primera esposa y a dos hijos. Y en esa situación conoció a Natalia Sedova, con la que se unió hasta el final de sus días en México, lo que no le impidió ser un mujeriego inveterado. Service no incide en este aspecto, que debe de considerar secundario, pero expone con finura matices de la personalidad de su biografiado que están muy relacionados con él: su atildamiento, su dandismo, sus condiciones de orador y su volubilidad. No hace falta precisar su historia mujer a mujer –lo que, además, es imposible–. Porque Trotski es una biografía típicamente anglosajona, minuciosa en extremo y muy desapegada de su objeto, sin amor ni odio, en busca de algo que está más allá de esas cosas y que sólo el lector atento podrá intuir como consecuencia de su esfuerzo.
En síntesis: un imprescindible para quien se interese por el proceso ruso y no sea lector de una obra sobre el asunto. La experiencia me dice que no existen manuales para entrar en él. Hay que empezar por la complejidad y luego ir precisando las partes. Conocer la revolución soviética es, en términos históricos, como conocer a Hegel o a Kant en términos filosóficos: no hay resumen ni introducción posibles. Recuerdo a un compañero de curso, en la Universidad de Buenos Aires, donde estudiábamos Hegel con la guía de un ilustre maestro, Andrés Mercado Vera, que me decía a propósito de La fenomenología del espíritu: “Si entendemos esto, todo lo demás es una tontería”.
ROBERT SERVICE: TROTSKI. Ediciones B (Barcelona), 2010, 528 páginas.