No sé cuántos de mis lectores siguen con atención la serie de televisión 24, que protagoniza Kiefer Sutherland. No es fácil, porque la ponen en horarios inaccesibles y ha estado sometida a los caprichos de la estúpida contraprogramación, caprichos que nos han impedido ver con cierta coherencia esa joya de la pedagogía política que es El ala oeste de la Casa Blanca.
Vale la pena el esfuerzo de comprar 24 en DVD por su última historia, que abarca una docena de capítulos y que intentaré resumir a continuación. La cosa va de un presidente de los Estados Unidos que hace todo lo que no debe hacer: ordena el asesinato de su predecesor y trata con terroristas, un grupo de separatistas de una ex república soviética, tan enemigos de América como de Rusia. Después de darles acceso a unos cuantos tanques de gas sarín, les facilita las cosas para que perpetren un atentado contra el presidente ruso en el curso de una visita diplomática de éste para firmar un acuerdo ruso-americano.
Cuando algunos miembros de los servicios de inteligencia se dan cuenta de lo que está sucediendo, el presidente, que es un tipo desagradable y soberbio, empieza por intervenir los servicios y echar pelotas fuera, entregando piezas menores de su entramado: monta el falso suicidio de su asesor directo y lo responsabiliza de sus propios dislates, intenta recluir a su esposa, testigo incómodo, en un manicomio, manda matar a su propio jefe de seguridad y, en su batalla por destruir la única prueba que lo incrimina, un grabación que circula por ahí, hace una escabechina soberbia. Y, claro está, miente, miente y miente, todo el tiempo. La transparencia y la representación parlamentaria, bien, gracias. ¿Le suena, querido lector? Es puro déjà vu.
En una película corriente, todo esto se resolvería de inmediato por la heroica acción del bueno de turno. No es el caso de 24, donde se exponen con toda claridad dos tragedias: la posibilidad de poner en riesgo las instituciones del Estado al actuar contra un personaje así y la escasa eficacia de esas mismas instituciones al enfrentarse a una situación decididamente extrema. Ambas, sumadas a un realidad quizás aún más terrible: si no salen a la luz sus crímenes, el presidente puede ser reelecto.
De modo que sólo hay dos salidas posibles: o se dice la verdad y, como consecuencia, el Estado se debilita y la democracia misma se ve puesta en cuestión, o se permite que todo quede ahí, una vez desactivada la acción perversa del presidente, que puede volver a las andadas en cualquier momento posterior.
Esta situación se planteó entre nosotros en el caso GAL. La corrupción en lo económico, desde los latrocinios de Roldán hasta el ascenso de Mario Conde, fue pecado menor, y lo mismo cabría decir de las presiones y las intervenciones en el Poder Judicial, aunque haya acabado con la carrera de más de un juez decente: eran cosas que podían llevar al PSOE a perder las elecciones pero que en sí mismas no cuestionaban las instituciones. Lo del GAL era distinto, como es distinto lo del 11-M.
No voy a entrar aquí en los detalles de la polémica. Ahí están los libros de Luis del Pino y Casimiro García Abadillo, este último escrito prácticamente al hilo de los acontecimientos, y los artículos de Múgica, Rubio y algún otro que ahora se me olvida. Y ahí está el sumario, del que, a la vista de lo aparecido en la prensa, lo menos que se puede decir es que parece incompleto. Pero sí voy a afirmar sin la menor duda que lo aparecido en la prensa sobre el caso Watergate le costó la presidencia a Richard Nixon. No voy a entrar aquí en los detalles de la polémica, pero sí voy a decir que, de parte del Gobierno, falta transparencia.
La falta de transparencia es la característica más notable del Gobierno de Zapatero, personaje al que Agapito Maestre ha descrito con precisión matemática tras su deplorable actuación en Alcorcón.
Nadie sabe cuándo ni dónde se iniciaron los contactos del equipo que ahora gobierna con la banda terrorista ETA, aunque, como señaló hace unos días Pío García Escudero en el Senado, de lo trascendido a los medios se deduce que los primeros encuentros tuvieron lugar cuando el PSOE, en la oposición, ya había firmado el Pacto por las Libertades y contra el Terrorismo, en pleno ejercicio de la traición.
Nadie sabe en qué punto están esos contactos, aunque haga falta ser muy idiota para no atribuir valor a la manifestación de los energúmenos armados que hace unos días juraron combatir con las armas hasta obtener la independencia del País Vasco (y Navarra: al parecer, la llamada “izquierda abertzale” empieza por reclamar Navarra para ir sumando luego, trozo a trozo, Cantabria, en proceso de colonización, Burgos, por aquello de la proximidad, y finalmente toda España, lo que no deja de ser paradójico).
Nadie sabe qué acuerdos previos han permitido llegar hasta aquí, cuánto se ha dado ya a los terroristas. Y el empeño en separar a ETA del 11-M, cuando cualquier persona sensata entiende que la colaboración entre los terroristas vascos y los islamistas es perfectamente posible, inclina a pensar lo peor. El presidente y los suyos defienden a ETA absolviéndola a priori del crimen de Atocha.
Pasan por encima de un axioma irrefutable: la verdad no sólo nos hace libres, sino que es el mejor remedio contra la paranoia.
Pero nadie sabe tampoco cuál es la política del Gobierno en inmigración. Y tampoco cuál es su política exterior.
Nadie entiende como una nación que, como España, no sólo no posee armamento nuclear, sino que, por no poseer, hasta pretende acabar con las centrales destinadas a producir energía para usos tan pacíficos como conectar el ordenador, apoya a Ahmadineyad en su pretensión de convertirse en potencia atómica. Lo único que le faltaba a Felipe González en Teherán para completar su disfraz de iraní de a pie con un toque occidental era el pin de “nucleares no” con la sonrisita redonda y amarilla del tonto buenista.
¿Está el Gobierno español, de izquierda para más datos, contra la energía nuclear, o está a favor? ¿O pretende seguir desarmado y desenergizado mientras procura a otros armas y energía? Porque eso, esa renuncia a la propia soberanía, podría llamarse traición.
Un apunte sobre nucleares: el tendido del AVE hasta la frontera con Francia, que ERC boicoteó durante los últimos dos años, es también tendido de alta tensión para traer energía francesa, más barata, por nuclear, que la que le compramos a Argelia en forma de gas y que nos llega vía Marruecos. Fin del apunte.
Quienes gobiernan no saben cómo parar los cayucos, las pateras y, ahora, los barcos asiáticos, y lo que es peor, no están dispuestos a pararlos porque les haría falta contar con el ejército e ir en contra de la monarquía amiga de Marruecos (¿amiga de quién?).
Eligen a quienes eligen, desde Chávez hasta Ahamadineyad, pasando por los No Alineados en su conjunto, como referentes políticos internacionales. Eso suponemos, partiendo de los hecho consumados, porque nadie definió explícitamente esa política.
A la falta de transparencia el Gobierno socialista ha añadido un férrea oposición a la división de poderes. El 11-M, les guste o no, tiene que ser tema del Parlamento, porque no es sólo un problema judicial, sino también y sobre todo político. Si el 11-M no se trata en el Parlamento, y en no tratarlo dicen estar de acuerdo los socialistas con todos los demás grupos políticos representados y sobrerrepresentados, salvo el PP, aquí no hay nada que se parezca a la democracia.
El Poder Judicial tiene que aplicar la ley, y el Legislativo tiene que legislar y vigilar al Ejecutivo y al Judicial, por cuanto es su obligación la defensa de los derechos de los ciudadanos, el derecho a saber entre ellos, y los deberes de los gobernantes, el de hacer públicos sus actos entre ellos. Aquí está todo al revés: el Ejecutivo, vía fiscal general del Estado, influye sobre los jueces, el Legislativo se inhibe voluntariamente en la cuestión más importante de los últimos años, unas bombas de las que depende el edificio de la legitimidad. Y los jueces hacen política con un par de narices, inculpando a testigos; y, por otra parte, aceptando el testimonio de los inculpados, lo cual no estaría mal si no se pretendiera invalidar las declaraciones a la prensa de algunos de ellos acusándolos de delincuentes: ¿acaso los jueces pueden hacer su trabajo sin la palabra de los delincuentes?
No conoce el Gobierno, y es de creer que se conoce poco en España, y si se lo conoce no se lo defiende, el papel de la prensa como cuarto poder. La mayoría de los medios se ha lanzado, pues, a acatar las tesis oficiales sin el menor amago de investigación propia y, en algunos casos, con la asombrosa pretensión de silenciar a los colegas que sí investigan.
El Gobierno del presidente de la sonrisa, que tiene un lejano parecido físico con el de la serie 24 y por momentos semeja un personaje de ficción, nos ha puesto en la misma disyuntiva en que nos puso en su día, hace más de diez años, el Gobierno de Amedo y Domínguez: o se busca y se dice la verdad con riesgo para las instituciones del Estado, o el Estado se pudre a mediano plazo y nos convertimos en república bananera. Da miedo, sí, pero más miedo da seguir así.