Dónde está la extrema derecha

Por Horacio Vázquez-Rial

Hace ya un tiempo que la prensa viene agitando el fantasma de la extrema derecha en España. La prensa que no ha vacilado en reunir bajo esa denominación a Pim Fortuyn y a Jörg Haider. Claro que resulta que no son lo mismo. La consigna “Holanda para los holandeses” fue la base del desplazamiento electoral de la socialdemocracia por Fortuyn, y tras su asesinato, aún no aclarado, casi toda la información recibida en España lo calificaba ultraderechista.

Mucho distaba el gay Fortuyn, que hacía gala de su homosexualidad y era partidario de la eutanasia y de la legalización de las drogas blandas, de ser un ultraderechista. Pero había abierto el debate sobre la inmigración y debía ser castigado. ¿Cómo no abrir ese debate en Holanda, el segundo país del mundo en densidad de población? Era un tipo duro y no se recataba en sus opiniones sobre el islam, al que consideraba “retrógrado” en relación con la homosexualidad desde el momento en que proclamaba que los gays eran aún más inmundos que los cerdos, los más inmundos de los animales.

Decía que era vergonzoso que el clero islámico establecido en Holanda fuera ofensivo con la homosexualidad, y que los musulmanes intentaran imponer costumbres rurales medievales en el país. “¿Cómo puede usted respetar una cultura si la mujer tiene que caminar varios pasos detrás de su hombre, tiene que permanecer en la cocina con la boca cerrada?”. No era políticamente correcto, pero tampoco era un ultraderechista. Era esencialmente un populista que había sabido conectar con una porción importante del electorado y había puesto el dedo en la llaga en la cuestión migratoria. Sólo la hipocresía de la UE y los gobiernos de los estados miembros pudo imponer ese rótulo a su memoria.

La noción de ultraderecha que se maneja habitualmente incluye, desde luego, a Oriana Fallaci, que dice sin pelos en la lengua lo que muchos europeos piensan:

“Estoy diciendo que, exactamente porque está definida y es muy precisa, nuestra identidad cultural no puede soportar una oleada migratoria compuesta por personas que, de un modo o de otro, pretenden cambiar nuestro sistema de vida. Nuestros principios, nuestros valores. Estoy diciendo que en Italia, en Europa, no hay sitio para los muecines, los minaretes, los falsos abstemios, el maldito chador y el aún más jodido burka. Y hasta si hubiese, yo no se lo daría. Porque sería como echar a nuestra civilización. Cristo, Dante Alighieri, Leonardo da Vinci, Michelangelo, Rafaello, el Renacimiento, el Risorgimento, la libertad que bien o mal hemos conquistado, la democracia que mal o bien hemos instaurado, el bienestar que sin duda hemos conseguido. Equivaldría a regalarles nuestra alma, nuestra patria”.

Quien dice que la inmigración es un problema y no una solución es de extrema derecha; quien dice que los nacionalismos periféricos en España son un problema y no una expresión lógica de las diferencias regionales es de extrema derecha; quien dice que la discriminación positiva es discriminación a secas es de extrema derecha; quien dice que el Islam es un problema cuya solución real es vital para Occidente, y que la UE está en plena rendición, es de extrema derecha; quien dice que la religión católica es, al menos, tan respetable como las demás, es de extrema derecha. En suma: todo lo que no es políticamente correcto es de extrema derecha. Y la corrección política, por consiguiente, como solía decir un político que ahora dice que hace joyas, es lo propio de la izquierda, del progreso, del partido y el Gobierno socialistas, y de sus socios.

Pues bien: las cosas no son así, y ni ése es el retrato de lo que históricamente se ha llamado (mal) extrema derecha ni quienes lo dibujan lo hacen con honestidad.

La extrema derecha no es en absoluto una derivación radical de la derecha: los grandes enemigos del nazismo, empezando por Winston Churchill, fueron gentes de la derecha tradicional, conservadora en las costumbres y liberal en lo económico. El nazismo no fue una hipertrofia del pensamiento de la derecha, sino una hipertrofia de la reacción romántica, nacionalista, estatalista, racista y, atendiendo a cuestiones actualmente relevantes, filoislámica; en la misma medida en que lo fue el stalinismo. Los líderes fascistas de los años 20, 30 y 40 en Europa salieron de las filas de la izquierda, desde Benito Mussolini hasta Jacques Doriot, y el propio Hitler llamó socialista a su partido nacional.

La extrema derecha está histórica e ideológicamente más próxima a la extrema izquierda que a la derecha de toda la vida. En este sentido, vuelvo a recomendar a mis lectores el libro de Jean Sévillia que reseñé en el suplemento de Libros: Históricamente incorrecto.

Hoy mismo, la extrema derecha vuelve a encontrarse en la izquierda: ¿quién está liquidando derechos fundamentales? ¿Quién ha abolido la igualdad de los ciudadanos ante la ley mediante la discriminación de género? ¿Quién ha extendido los derechos humanos al reino animal, en la mejor tradición hitleriana, una tradición de discurso ecologista en la cual un mono valía más que un judío o un gitano? ¿Quién ha equiparado la racionalidad política con los sentimientos de pertenencia a un colectivo, sean éstos experimentados por un vasco o por un ario germánico?

¿Quién hace nacionalismo empresarial, estatalinismo, por encima de la voluntad y la necesidad de empresas como Endesa? ¿Quién hace antiamericanismo activo, amparándose en las supuestas intenciones y la perversidad intrínseca del presidente de los Estados Unidos, retirándose de alianzas militares preestablecidas? ¿Quién hace apaciguamiento político con Irán? ¿Quién se vincula políticamente con los socios de Irán en Hispanoamérica, Castro y Chávez?

Porque lo de Irán no es una broma: hace unos años Rafsanjani recogió todos los votos, conservadores y progresistas, contra Ahmadineyad, tal como Chirac los recogió contra Le Pen: Rafsanjani era el candidato conservador (moderado, decía la prensa española) frente al talibán Ahmadineyad, la derecha frente a la extrema derecha de los ayatolás, extrema derecha con la que simpatiza la izquierda europea, que se frota las manos ante la posibilidad de que alguien se haga cargo de llevar a cabo lo que en su boca ni siquiera aparece: la aniquilación de Israel.

Todas estas preguntas llevan a una sola respuesta: la extrema derecha, las políticas de la extrema derecha tradicional, la liquidación de la igualdad ante la ley, la disolución de los derechos del hombre establecidos en 1776 y 1789, el filoislamismo disfrazado bajo mantos transparentes como la alianza de civilizaciones, la promoción de la identidad colectiva como instancia superior a la identidad individual, el antidemocratismo vestido de antiamericanismo (y, ocasionalmente, también de anglofobia), todo eso es el ejercicio cotidiano de las izquierdas en el poder. La extrema derecha está en el Gobierno. Y la derecha tradicional, encarnada entre nosotros por el PP, no atina a decirlo con claridad, y por ello pierde fuerza y poder de convicción.

Temo, inclusive, que haya gente en el Partido Popular que se ha tragado la mayor de las mentiras de campaña del PSOE, promovida desde 1993 bajo la especie de un caramelo envenenado: la idea de que uno de los grandes “éxitos” de José María Aznar fue la incorporación en una organización de centroderecha de todos los contingentes hasta entonces dispersos en grupos de ultraderecha. Con lo cual hacían dos cosas: recaracterizar al PP como un partido con serios componentes ultras y justificar la desaparición electoral de grupos minoritarios de la extrema derecha que, a la larga, les iban a servir a ellos.

Hoy por hoy, en España no hay formaciones extraparlamentarias, ni en la derecha ni en la izquierda: sólo hay formaciones que no han conseguido los votos suficientes para dejar de serlo, con votantes desalentados que, si no se abstienen, votan al PP o al PSOE.

Es una política general de desprestigio de todo lo que no forma parte del poder del que disfrutan: todo lo que no es socialista o nacionalista regional es ultraderecha. Incluida, por definición, la Iglesia Católica, con contadas excepciones como el cura irlandés al servicio de las mafias terroristas, con quien el Vaticano no se compromete ni se enfrenta. Bien nos iría un acuerdo de nuestros obispos a ese respecto, pero no caerá esa breva.

Un amigo mío, ferviente católico y políticamente muy lúcido, me decía hace poco que las actitudes de la Iglesia, tan frecuentemente erradas en materias políticas, le convencen de la esencia milagrosa y sobrenatural de la institución, porque sólo así se explica que haya sobrevivido dos mil años. Mientras esto sea así, en el discurso oficial la Iglesia seguirá siendo ultra.

Por último, la ultraderecha se lleva bien con la ultraderecha. De ahí las alianzas, harto eficaces, del PSOE con ETA-Batasuna, con ERC, con el BNG. Todas estas organizaciones, más o menos desconocedoras de las reglas del juego, y multitud de cuyos miembros no vacilan en considerar tan legítima la vía democrática como la vía armada hacia la conquista del poder, como gustaba de decir Lenin, pertenecen, y no sólo por ideología nacionalista etnicista, sino también por razones éticas y estéticas, a la ultraderecha.

Cuando el presidente de la sonrisa boba dijo que el poder no lo cambiaría no mintió. Y es que, como escribía el periodista argentino Ignacio Fidanza hace unos días, a propósito de personajes afines al zapaterismo, el poder no corrompe, sino que delata. Como el alcohol y los años, el poder revela lo peor, y apenas si excepcionalmente lo mejor, de cada alma. Y de cada ideología.

Entretanto, no diga usted España, ni mucho menos patria o nación, ni les cuente a sus amigos más íntimos que va a misa, ni sugiera que le inquietaría la posibilidad de que su hija se casase con un musulmán, por aquello de la liberación de la mujer: el aparato de escucha de la ultraderecha no vacilará en señalarlo como ultraderechista.

Vía Libertad Digital

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