Hasta la independencia siempre

Por Horacio Vázquez-Rial

Absolutamente toda la vida política española, sin excepción alguna, ha estado condicionada, desde la llegada al poder del presidente de la sonrisa inexplicable, por el Estatuto de Cataluña. Ya hemos dicho que ese documento es un adefesio jurídico, tan soberanista como intervencionista, que abre el camino a la soberanía de facto, a la liquidación del castellano en la vida catalana y al empobrecimiento general de una sociedad que fue ejemplo de libertades en los inicios de la Transición.

También hemos dicho que, pese a todas las declaraciones en contra de socialistas y nacionalistas, rompe la unidad de mercado –en beneficio de Cataluña y en desmedro del resto de las comunidades, con la excepción del País Vasco, situado al margen por sus particulares conciertos económicos y fiscales–, genera desequilibrios fiscales y un régimen jurídico particular, con la consiguiente –y largamente buscada por los partidos catalanes– quiebra del Poder Judicial.

Sin embargo, ninguna de estas cosas es tan grave como la que ha dicho hace muy poco, en plena crisis en las negociaciones –por cierto, bilaterales, entre gobiernos, parlamentos y partidos, incluidos el PSOE y el PSC, más enfrentados de lo que suele creerse–, a propósito de la no imposible retirada de CiU de las conversaciones, Artur Mas: “Tiene que ser un buen Estatuto, porque servirá quizás para toda una generación”. ¡Qué barbaridad! ¡Y qué claro que está eso, la insaciabilidad de los nacionalistas, en todo el proceso de elaboración y tramitación de este engendro constitucionaloide!

Las constituciones nacen con vocación de perdurar en el tiempo. Por eso son amplias en su concepción y breves en su redacción, y sólo se reforman en circunstancias excepcionales por la vía de las enmiendas. En los Estados Unidos sigue vigente la de 1787, con enmiendas que añaden al marco general de la convivencia pero no derogan ningún principio del texto inicial. Los estatutos de autonomía en España están concebidos como desarrollos de lo constitucionalmente establecido para la convivencia española en 1978. Hubiera sido una buena solución para el siglo XXI, considerando que la Constitución es buena y aquellos estatutos no eran lo peor que nos podía haber ocurrido. Claro que los nacionalistas adoptaron pronto, y no sólo en Cataluña, la noción made in Pujol de “profundizar en el desarrollo autonómico”, curiosamente jamás cuestionada por el PSOE ni por el PP, que implicaba el agotamiento, en un plazo más o menos breve, del número y la calidad de las competencias cedidas por el Estado en los diversos estatutos.

El Estatuto de Cataluña de 1979 era un prodigio de equilibrio de intereses, pero por su propia concepción permitió la “profundización” en los terrenos educacional y lingüístico, con la consiguiente pérdida para la enseñanza de la historia, que se imparte fragmentada y degradada, y para el castellano. A ese proceso no fue ajena la Logse, que, desde el Estado, abrió las puertas a eso y a cosas bastante peores. Y hay que decir que ese fomento de la cultura nacional, es decir, una cultura local lingüísticamente diferenciada de la española, se llevó a cabo con los mismos resultados en la Galicia de don Manuel Fraga, con las consecuencias de todos conocidas: la prosperidad de un BNG que ahora cogobierna en una presidencia socialista cuya endeblez quedó asegurada con la salida de don Francisco Vázquez de la carrera electoral.

Pues bien: ahora está dicho, y por el principal dirigente del más moderado de los partidos nacionalistas, Artur Mas, que este estatuto, en caso de aprobarse, no será suficiente dentro de nada, en menos de una generación, una medida de tiempo muy variable pero que se sitúa en algún punto entre los cinco y los veinticinco años. Es decir, dentro de los límites de la carrera política del propio Mas, salvo imprevistos de salud.

Si se aprueba, incluirá el término “nación” aplicado a Cataluña. Creen, Gobierno y socios, que engañan a alguien diciendo que solamente en el preámbulo, que según ellos no tiene validez jurídica o no es vinculante, o como quiera que lo expresen para desdibujar la verdad: el preámbulo del Estatuto es parte del Estatuto y, lo que es más, fija su sentido, como ocurre en todos los preámbulos de constituciones (y el Estatuto lo es: la Constitución de la nación catalana en esta generación).

Este proyecto de Estatuto de Cataluña que se negocia a espaldas del pueblo español y catalán, en secreto, al margen del Congreso de desconocidos que las listas cerradas nos han impuesto, un Congreso en que los representantes lo son de los partidos antes que de los ciudadanos pero Congreso al fin y al cabo, no es en su redacción inicial menos soberanista que el Plan Ibarreche.

Y lo que nos vino a decir el señor Mas es que si no se aprueba ahora tal como está se aprobará, y con sustanciales y notables añadidos, en menos de una generación. Con él o sin él. Y de esa afirmación debemos deducir que, por comparación, habrá de aprobarse el Plan Ibarreche, porque no se le puede negar a unos lo que se les concede a otros. Y, por supuesto, detrás vendrá el Estatuto de Galicia, con no menos reivindicaciones.

Cataluña es el gran banco de pruebas para la instauración del federalismo asimétrico con el que sueñan Maragall, Carod, Ibarreche, Touriño, Quintana y ese señor del ala moderada del PNV, según la prensa, que acaba de definir al Ejército español como una organización armada del mismo carácter que ETA: Urkullu se llama el personaje, y es el presidente del PNV de Vizcaya y el portavoz de la dirección de su partido.

No van a parar. Hasta que “el resto del Estado” ceda. ¿En qué? En todo: la soberanía política y la independencia fiscal; la nación catalana como Estado dentro del Estado, no independiente porque la independencia implica la muerte de la gallina de los huevos de oro (¿cómo separar Gas Natural del Endesa una vez unidas, por poner sólo un ejemplo?), la liquidación de la lengua castellana (en el Estatuto de la próxima generación no hará falta legislar sobre el tema: el asunto estará resuelto y nadie recordará haber hablado la lengua del Imperio) y todo lo demás que se le pueda ocurrir al más imaginativo. Es una aplicación nueva, una más, de la célebre y desesperante consigna del Che Guevara: “Hasta la victoria siempre”.

“Hasta la independencia siempre”, porque, mientras no se la alcance pero se la mantenga en el horizonte, es un formidable instrumento de chantaje, un estupendo negocio para todos, nacionalistas y ocupantes flexibles del Gobierno del Estado. “Hasta el fin del terrorismo en Euskadi siempre”, podrán imitar otros, pero es lo mismo.

Vía Libertad Digital

Dejar un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *