Parece ser que, gracias a Alain Finkielkraut, a quien el MRAP (Movimiento contra el Racismo y por la Amistad entre los Pueblos) llevará a los tribunales por “incitación y provocación al odio racial”, empiezo a comprender quién soy a los ojos de los demás. También en la tarea de comprender quién soy a mis propios ojos me ayudó Alain Finkielkraut, hace ya tiempo, con El judío imaginario y La derrota del pensamiento. Pero, como él mismo explica, una cosa es ser judío y otra muy distinta ser visto como judío: la segunda es infinitamente más grave y, como es sabido, peligrosa.
El filósofo judío francés hizo unas declaraciones al diario israelí Haaretz sobre la intifada de la banlieu, y dijo que la clave del conflicto estaba en el odio a Occidente y en la identidad musulmana de los agitadores. Lo que Finkielkraut dijo, extractado por José Javier Esparza en El Semanal Digital, es lo siguiente:
“En Francia se pretende reducir las violencias a su nivel social, verlas como una revuelta de jóvenes de los suburbios contra su situación, contra la discriminación que sufren y contra el paro. El problema es que la mayor parte de esos jóvenes son negros o árabes y se identifican con el Islam (…) Hay otros inmigrantes en situación difícil, chinos, vietnamitas, portugueses, que no participan en las violencias (…) Se nos dice que el equipo de Francia es adorado por todos porque es black blanc beur [negro, blanco, mestizo], pero en realidad hoy es black black black, lo que hace reír a toda Europa (…) Cuando un árabe incendia una escuela, es una revuelta; cuando lo hace un blanco, es fascismo (…) Desde luego que hay discriminación, y hay franceses racistas, franceses que no quieren a los árabes y a los negros, y que todavía los querrán menos ahora que han tomado conciencia del odio que éstos les profesan (…) Poco a poco, la idea generosa de la guerra contra el racismo se ha ido transformando monstruosamente en una ideología mentirosa. El antirracismo será en el siglo XXI lo que el comunismo ha sido en el XX”.
Es toda una definición, pero no nos resulta nueva. Por el contrario, hace tiempo que venimos observando la mecánica del antirracismo racista, las organizaciones que por todas partes dedican el grueso de su labor, so capa de antirracismo, a la acción judeófoba. Ya cuando se fundó la Licra, justamente en Francia, el debate interno entre sus creadores llevó a precisar en la sigla lo de Liga Contra el Racismo y el Antisemitismo, para evitar el riesgo de una deriva no deseada.
En la actualidad, y de esto habla Finkielkraut, las organizaciones antirracistas que no se dedican en forma específica a la lucha contra la judeofobia –no una lucha ideológica, sino en lo esencial jurídica, de defensa de los derechos individuales de cada persona atacada o llevada a juicio como en este caso– son organizaciones abiertamente propalestinas o, en general, proislámicas, como este MRAP de la amistad entre los pueblos, entre cuyos teóricos se cuenta el bien conocido Tariq Ramadán.
“En la guerra de tribus que vive París desde hace diez años –guerra sobre la que nadie cuenta nada en España–, el MRAP se ha distinguido por prestar cobertura intelectual a la violencia desplegada en nombre del Islam”, escribe Esparza. “Pero hace pocas fechas, varias asociaciones de inmigrantes musulmanes denunciaban al MRAP porque ejerce su antirracismo en una sola dirección: sólo protesta cuando las víctimas son musulmanes, nunca habla cuando las víctimas son judíos”. En este sentido, remito a mis lectores a la página del Movimiento de Marroquíes Laicos de Francia. Organizaciones como el MRAP han conseguido que los judíos y quienes simpatizamos con su causa, y apoyamos y defendemos al Estado de Israel, no podamos sumarnos a la acción antirracista; han logrado ponernos a la defensiva, ocupando nuestro espacio político, del mismo modo que, en el siglo XX, el estalinismo ocupó el espacio político del liberalismo, constituyéndose en enemigo único del sistema.
Tal vez ya hayamos perdido esta batalla, pero ello no significa que hayamos perdido la guerra. En su revista de prensa en El Periódico de Catalunya, Carlos Elordi traduce y extracta el artículo de Laurent Joffrin en Le Nouvel Observateur, que dedica su última portada a quienes comparten (compartimos) la visión de Finkielkraut:
“No son un grupo constituido. No todo lo que dicen es falso. Forman parte del debate democrático y no hay que descalificarlos: son los intelectuales de una nueva derecha que el 11 de septiembre, la expansión del terrorismo, el ascenso del islamismo y la debilidad cultural de la izquierda están fraguando poco a poco. Tras décadas de dominación progresista quieren crear un nuevo código inspirado por el terrorismo, la inseguridad, las violencias urbanas y, sobre todo, el ‘choque de civilizaciones’, diagnosticado por Samuel Huntington. Son los nuevos reaccionarios (…) Esa interpretación étnica de la revuelta tiene poco de audacia intelectual. Bien al contrario, es la opinión de la gran mayoría de los franceses (…) Cuatro características reúnen a los neorreaccionarios: 1) Para ellos estamos en una guerra que se declaró el 11 de septiembre de 2001. 2) En ella hay una quinta columna que es una extrema izquierda que se ha aliado al islamismo y que es vector de una nueva judeofobia con adornos progresistas. 3) También hay unos tontos útiles, las gentes de una izquierda a la que acusan de ceguera, angelismo e inercia. 4) Ello es manifestación de un síndrome más amplio: el fin del progreso y la disolución de los valores republicanos, occidentales, judeocristianos”.
Mouloud Anouit, secretario general del MRAP dice que Finkielkraut ha llegado a ser el “portavoz de los clichés del Frente Nacional”, que sus declaraciones son “de una violencia racista inaudita”. Algo muy parecido a lo que Blanco y Fernández de la Vega pretenden hacer cuando dicen que el PP es el portavoz de ETA. Afirma también el personaje que Finkielkraut ha terminado en la extrema derecha, especialmente después de que el escritor participara en un llamamiento contra las agresiones antiblancas del pasado mes de marzo. “Cabe notar que ningún periódico español sirvió la menor información sobre aquellos sucesos”, recuerda Esparza con razón.
O sea, que quienes nos preocupamos por “el fin del progreso” –en realidad, sólo por la posibilidad de que haya un involución histórica, más bárbara, menos organizada en términos administrativos, que aquella a la que nos hubiese destinado un triunfo del nazismo en la Segunda Guerra Mundial– y “la disolución de los valores republicanos, occidentales, judeocristianos” somos la extrema derecha, algo mucho más apestoso que la extrema izquierda, aunque a menudo ambos términos sean indistintamente aplicables, como en el caso de ETA.
Pues bien, digámoslo: la extrema derecha son ellos, la extrema derecha es lo que es, pero también es la extrema izquierda. Una prueba más de que “izquierda” y “derecha” son palabras que hace ya largo tiempo han perdido todo sentido político.
Nosotros, ese grupo de intelectuales no constituido –gracias a Dios, porque ése sería el principio del fin–, somos básicamente los que insistimos en llamar las cosas por su nombre, los que nos negamos a hablar neolengua, los que nos resistimos a aceptar la idea de que hay culturas y civilizaciones distintas y creemos en la humanidad como conjunto, con diferentes niveles de desarrollo y una radical, inevitable igualdad de origen y de destino.
En ese contexto, el antirracismo judeófobo de los que quieren ver a Finkielkraut entre rejas, a Rushdie muerto, a Houellebecq muerto, a Glucksman muerto, el antirracismo judeófobo de quienes ya han acabado con Theo Van Gogh representa el más puro reaccionarismo, la más brutal campaña para hacer retroceder las sociedades abiertas que se ha desatado desde el nacionalsocialismo. Con la misma crudeza, sin siquiera el disimulo, la mentira estaliniana del progreso hacia la sociedad sin clases. Todos tenemos una fatwa encima, la dicte quien la dicte, Ben Laden o Pakito.
La solución no está en el presupuesto para gastos sociales, desde luego. No está en pagar un sobreprecio por el petróleo en forma de viviendas para súbditos de países productores enviados a Occidente en avión o en patera, en forma de subsidios de paro y gastos sanitarios que no oblan los emires ni Hugo Chávez, en forma de ayuda a oenegés como el MRAP, en forma de subvenciones para asociaciones o congresos islámicos. La solución no es económica ni social, sino política. Hay que leer a Churchill.