“Mi deber es hablar, no quiero ser cómplice”. Con esta frase de Émile Zola, que decide la publicación de su J’accuse, se abre el capítulo titulado ‘Un debate republicano’ del Diccionario de adioses de Gabriel Albiac.
Más abajo, Albiac dice que tal vez “Zola, casi sexagenario cuando se ve obligado a lanzar su reto al Estado, hubiera preferido evitar el desencadenamiento de un huracán que barrerá buena parte de sus sueños (la entrada en la Académie Française, en particular, y, con ella, una respetabilidad que, al fin, estaba en su derecho de anhelar, tras una vida literaria nada cómoda)”. “Pero no cede. […] Zola pone su nombre (esto es, su obra) en el envite. Y sabe que las reglas del juego, al cual se lanza, lo ponen necesariamente en el lugar del perdedor. Eso va a ser el intelectual, figura nueva a la cual da cuerpo su manifiesto: aquel que comparece ante la mesa de juego cuando sabe que todo está perdido”.
Figura que el público (ese montón de ex ciudadanos devenidos espectadores) español de hoy prefiere desconocer, remitir al pasado en el mejor de los casos. Ahora, cuando más falta hace. ¿Cuántos intelectuales habitan entre nosotros? ¿Una docena? ¿Media? Me sobran dedos para contarlos, y siempre pienso que es un error mío, que olvido a unos cuantos que seguramente han apostado sabiendo que todo está perdido, que en la apuesta lo perderán todo, lo poco que hayan llegado a ser. Pero en esa magra lista mía nunca falta Gabriel Albiac, modelo de lo que concibo como intelectual y que él mismo define con tal precisión.
Por supuesto, no se trata de estar siempre de acuerdo. Bien al contrario, lo más placentero es disentir de él, leerle en desacuerdo, verle pensar en cada frase escrita con su español limpio, adivinando por debajo de ese tejido verbal un resto de francés, lo propio de un bilingüe absoluto que, además, ha asimilado a los estructuralistas y a Lacan como nadie entre nosotros. Y al final, es inevitable dejarse llevar por esa lógica impecable e implacable que surge del doble fondo de las palabras. La del filósofo, la del pulidor de lentes.
Tenemos malas costumbres. Una de ellas es la de llamar “filósofos” a profesores de filosofía, enseñantes de la historia del pensamiento, excelentes en esa tarea muchos de ellos –otros no, como en todos los oficios de este mundo– pero sin ideas propias. No es que carezcan de una Weltanschauung, de una idea del universo mundo, una concepción propia de lo real, sino que carecen de toda idea, como no sean las recibidas, los lugares comunes, el arsenal bouvardopecuchetista lleno de citas con firma que no encajan finalmente en modelo alguno. Pues bien: aviso a los lectores que Gabriel Albiac es un filósofo, discípulo de filósofos, maestro de filósofos si es que hay discípulos dispuestos a oír.
Del Diccionario de adioses, título propio de quien sabe que todo está perdido y se despide sin olvidar, se deduce el conjunto de su filosofía. Todos los asuntos del siglo pasan por sus páginas, expresados como desazonador desgarro lírico, expresión de Albiac para referirse a la prosa más triste de Raymond Chandler en la primera entrada de este diccionario: escribir. “No hay domesticidad en el deseo del que escribe; sólo extrañeza largamente elaborada. Y eso trueca su anhelo en monstruoso. Eso se escribe. O bien nada. Nada, sobre todo”. Eso escribe Albiac.
Escribir es sólo el primer asunto del siglo en el orden arbitrario del libro. Del siglo que se fue, el de la desdicha. “Se fue el siglo. Nos fuimos. Aunque parezcamos estar. No somos. Esas que se pasean entre nuestras cosas, son las sombras que, efímeramente sólo, nos suplantan. Mas, ante los espejos, nada vemos. A eso se llama un no-muerto […] Y ahora es tiempo de ir diciendo adiós”. Así de descarnado, de desangrado.
Otros asuntos del siglo no muerto: Exilio, (Idénticos) nacionalismos, socialismos, fascismos, Idolatrías, Judeofobia, Nada (muerte, guerra, política), Revolución y Revolucionario, Terror(ismo). Por orden alfabético, como se ve. Entradas sin adornos: acepciones. Pero cada acepción es un tratado: no hay manera de que el diccionario sea un género literario, el que Borges decía preferir, si no es así.
Botones de muestra:
En Judeofobia: “No existe cuestión judía: el judaísmo no es más que una religión monoteísta, tan trivial como cualquier otra. Sí, cuestión antisemita: la judeofobia desempeña, en las sociedades europeas, un papel de identificación negativa altamente rentable; aquel que, al definir el horizonte de lo no humano, de lo demoníaco, proporciona el contraste sobre el cual erigir y blindar las ficciones de identidad más inexpugnables”.
En Revolución: “Sucede. Por primera vez. Con esa solemnidad majestuosa de los escasos acontecimientos inaugurales que haya conocido la especie humana. De pronto y sin pasado, los hombres creen haber sometido al tiempo a sus designios: eso que ni aun al Dios único y omnipotente habían otorgado los Padres de la Iglesia o los teólogos medievales más conspicuos. La revolución es, ante todo, el instrumento que hace del tiempo obra de mi albedrío: artesanía definitiva de lo efímero”.
Lucidez, el fruto amargo del pensamiento. El libro más importante que se haya escrito en España en mucho tiempo. Mientras gobernantes y gobernados hacían (hacíamos) nacionalismo o socialismo o fascismo, o se entregaban (nos entregábamos) sin pudor (aunque con cierto disimulo) a la idolatría, la judeofobia, la nada, la revolución o el terror en un solo gesto, abarcador, definitivo y lleno de espantosa inconsciencia. Tal vez alerte a algunos.
Gabriel Albiac: Diccionario de adioses. Seix Barral, 2005. 420 páginas.