Las cosas por su nombre

Por Horacio Vázquez-Rial

Empiezo a escribir este artículo muy cerca del televisor, a la hora del informativo. Tengo delante la fotografía, portada de ABC, de un grupo de escolares iraníes, de no más de diez años, que apunta con revólveres a una bandera israelí en llamas. Uno de ellos lleva una camiseta con un texto en inglés a favor del uso pacífico de la energía nuclear.

Los informativos: voy pasando de uno a otro. No sé para qué: no reflejaron, si es que mencionaron, la polémica en torno a la presencia de Tarik Ramadán en España, y pasaron de puntillas sobre el acontecimiento más importante de la historia contemporánea desde la caída de la URSS: la convocatoria de Mahmud Ahmadineyad a “borrar del mapa a Israel”. No había ocurrido nada comparable desde 1945, ninguna nación había llamado al arrasamiento de otra después de la derrota del nazismo.

Alguien, en la dirección del informativo que miro a ratos, ha decidido que era inevitable mencionar el atentado del diwali en la India: más de sesenta muertos, muchísimos heridos graves, es más que probable que la cifra aumente a lo largo del día, pero ya no nos enteraremos por la televisión y, para saberlo, habrá que acudir a la prensa escrita o a internet: la consigna de los medios es disimular, y por eso Felipe González –sí, recuerda usted bien: aquel que se negó a ponerse una kipá cuando se establecieron relaciones diplomáticas con Israel y apareció en las imágenes con una gorra de visera ante el Muro de los Lamentos– ha pedido en el siniestro cónclave de la Fundación Atman que no se hable de terrorismo islámico sino de terrorismo internacional, como si hubiera algún terrorismo extraterritorial que no sea el islámico, como si la ETA actuara en Londres y las FARC en Taba.

Pero el atentado del diwali es lo que es: obra de un grupo islámico con asiento en Pakistán. Y lo mismo sucede con la decapitación de tres estudiantes cristianas en Indonesia por mano de la Yemáa Islamiya. Hay que llamar las cosas por su nombre, porque lo que pretenden los islamófilos radicales es que las llamemos de otra forma: Tarik Ramadán llama “intervenciones” a los atentados del 11-S y el 11-M.

Hablemos, pues, de terrorismo islámico. En el entendido de que el terrorismo ya no es lo que era, no se parece en nada al de los que arrojaban bombas caseras al paso del carruaje del zar, o del sha. Ahora todos somos el zar, el objetivo es Occidente, en sus límites geográficos o en cualquiera de sus representaciones: los cristianos de Asia y África, las embajadas americanas en cualquier parte –en Sarajevo, por ejemplo, en una operación suicida desbaratada por los servicios de inteligencia daneses, o en Nairobi–, los americanos en cualquier parte, los periodistas, algún italiano, británico u holandés distraído al que se le pueda cortar la cabeza delante de una cámara. Y los infieles en general, potencialmente integrables en Occidentes: hindúes, budistas, sintoístas. Ya no es terrorismo: es guerra. La guerra islámica contra todos, pero empezando por judíos y cristianos, es decir nosotros.

Y no ha empezado ayer, lleva siglos, es un deber transmitido de generación en generación desde los tiempos del profeta Mahoma, del Gran Muftí Al Huseini –el Führer de los árabes, amigo y huésped de Hitler– a su sobrino Yaser Arafat, de Al Bana –fundador de los Hermanos Musulmanes– a su nieto Tarik Ramadán. Los que derribaron las Torres Gemelas son dignos y conscientes sucesores de aquel Ashmad Chuqueiri, embajador saudí, que en 1947, frente a la partición británica, se propuso “arrojar a los judíos al mar”. Ahora se les suma explícitamente Ahmadineyad, desde el Gobierno del un país prenuclear, es decir, en vías de ser el infeliz propietario de una bomba atómica. En la celebración de los que él, ellos, llaman el “Día de Jerusalem”, sin ocultar que ahora, como hace mil años, el nudo de la cuestión es Tierra Santa.

Quizás ante todo esto resulte más fácil entender que 1) los palestinos son una porción mínima del mundo musulmán, la carne de cañón del proyecto expansionista islámico, y que a nadie, salvo a Israel, le interesa que se constituyan como Estado; 2) Israel no se enfrenta a unos pocos miles de terroristas suicidas de Hamás, Hizbolá o la Yihad Islámica, organizaciones financiadas por Siria e Irán, sino a 1.500 millones de musulmanes; y 3) Israel es la vanguardia, el combatiente en primerísima línea, en la defensa de Occidente, y que de su supervivencia depende la supervivencia de la civilización, tan íntimamente como en 1940 dependió de la suerte de los judíos europeos.

Entonces, por voluntad y acción de Winston Churchill y Franklin D. Roosevelt, esa suerte fue decidida por el ingreso de los Estados Unidos en la guerra europea. Ahora, esa suerte depende únicamente de los Estados Unidos y, en un muy segundo plano, de Gran Bretaña, a la vista de una Europa entregada al islam, de la que son cabales representantes el ministrín Moratinos y “Mortadela” Prodi –como lo llama Oriana Fallaci–, último candidato de una izquierda italiana exangüe, incapaz de generar un líder. Bien lo saben los iraníes de la marcha del “Día de Jerusalem” cuando vociferan “¡Muerte a América! ¡Fuera Israel y el Reino Unido!” y queman banderas americanas e israelíes.

Una fecha celebrada también por todo lo alto en el sur del Líbano, donde desfilaron, en presencia del jeque Hasán Nasrala, 6.000 milicianos de Hizbolá –6.000 terroristas suicidas, potenciales o reales– y “decenas de miles” de asistentes, según El Mundo. En Nigeria, en la ciudad de Kano, 25.000 musulmanes se manifestaron en apoyo del presidente iraní: “Lo que ha dicho Ahmadineyad es muy claro. Israel es un Estado ilegal que ha sido creado tras la usurpación de la tierra a los palestinos”, declaró el portavoz de la multitud, Mohamed Turi, en la puerta de la mezquita, a France Presse.

Entretanto, en Madrid, Felipe González, Moratinos, Bernardino León y la esposa de Cebrián lanzaban la Fundación Atman con la colaboración de la inevitable Gema Martín Muñoz, quien dice sin que le tiemble la voz que ella no tiene conocimiento de que Tarik Ramadán haya justificado los atentados del 11-S como un objetivo legítimo, lo mismo que sostiene el teólogo Juan José Tamayo, quien deploró la “demonización política” del intelectual musulmán. La que sí justificó en numerosas ocasiones el derribo o voladura de las Torres Gemelas fue la propia profesora Martín Muñoz, en las páginas de El País, apelando para ello, avant la lettre, al sobado argumento del mar de injusticia universal que todo lo explica.

Zapatero no asistió, a pesar de que el foro, llamado “encuentro para el diálogo entre culturas y religiones”, se había montado para mayor gloria de su alianza de civilizaciones; pero no creo que, como dijo casi toda la prensa, su ausencia se haya debido a un pudor de última hora: Zapatero no tiene el menor pudor.

Lo cierto es que tendría que haber sentido algo, una mínima vergüenza, porque Ramadán dijo allí, al parecer sin sonrojo de los presentes, que “hoy en Occidente estamos escuchando sobre el islam y los musulmanes lo que escuchábamos de los judíos en los años 30 y 40; volvemos a las mismas posturas de racismo y xenofobia”. ¿Treinta y cuarenta? ¿Seis millones de musulmanes muertos en campos de exterminio? ¿O en aquella época Hitler llamaba al diálogo e invitaba a Einstein a disertar en Berlín? Hay que ser muy ignorante o poseer una mala fe incombustible para aceptar esas afirmaciones.

Pero González lo secundó, afirmando lo de que hay que llamar “internacional” al terrorismo islámico, porque lo contrario sería “injusto y desproporcionado”, mientras en Gaza, sí, en Gaza, se reunían 54 jóvenes de 17 países –Sudán, Marruecos, Pakistán, pero también Holanda, Francia y la protoeuropea o protoeurábica Turquía– para recitar de memoria el Corán, con el viaje y el alojamiento a cargo de la Autoridad Nacional Palestina, que también aportó los 78.000 dólares que se repartieron entre los que “demostraran mayor capacidad de memorización”. Un total de 285.000 dólares: si se convocan concursos de mnemotecnia religiosa y no congresos de economistas o ingenieros es porque a nadie le interesa construir allí un Estado. Es la segunda vez que se convoca una competencia así. La anterior, en 2004, fue en Libia. Respecto de la tercera, y como para demostrar que los ladridos de Ahmadineyah no habían caído en saco roto ni estaban desvinculados de su propia plataforma, el ministro palestino de Asuntos Religiosos dijo que en 2006, “si Alá lo dispone, el concurso tendrá lugar en la mezquita de Al Aqsa”, es decir, en Jerusalem. Nunca tendrán lo suficiente.

Tampoco se avergonzó Jean Marie Lustiger, judeoconverso y arzobispo emérito de París, de reunirse con esta gente de Atman y decir entre ellos que “para encontrar el camino del entendimiento hay que reconocer los errores, aceptar las responsabilidades e incluso pedir perdón”, como si fuera Juan Pablo II hablando de los judíos en tiempos de Pío XII. Menos mal que ese mismo día, ante lo del presidente iraní, la Iglesia se pronunció formalmente: “El Vaticano reafirma el derecho de israelíes y palestinos a vivir en paz y seguridad, cada uno en un Estado soberano”. Sharon se ha cansado de decirlo, y es bueno saber que la institución católica piensa lo mismo.

Vía Libertad Digital

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