Philip Roth es uno de los contadísimos escritores vivos de categoría clásica. Su obra no tiene fisuras ni desvíos hacia lo menor, lo que le diferencia de su paisano Norman Mailer, autor de varias obras maestras pero también de varias prescindibles. Que el autor de Pastoral americana, la mayor lección literaria acerca de lo que es una nación democrática abierta, decida experimentar en el terreno de la fantasía política no es, pues, cuestión baladí.
Y, naturalmente, no ha elegido el camino fácil del futuro, en el que todo es posible pero, como afirmaba Einstein, llega demasiado pronto. De futuros probables está llena la literatura, y el tiempo sólo les ha dado la razón a Orwell y a Bradbury, aunque con matices. Introducir una reforma en el pasado, en cambio, lleva consigo la difícil prueba de lo constatable, de lo realmente probable. Y eso es lo que Roth hace en La conjura contra América.
El triunfo electoral de Franklin D. Roosevelt en 1940 no fue sencillo. No eran pocos los americanos que rechazaban la posibilidad de que los Estados Unidos entraran en la Guerra Mundial, como pedía Winston Churchill. A los más ingenuos, el nazismo les parecía un problema ajeno, del que no tenían necesidad de hacerse cargo. A los más perversos, simpatizantes de Hitler incluidos, ese egoísmo de los ignorantes les venía como anillo al dedo para justificar una prescindencia que, por una parte, acabaría con el comunismo soviético y, por otra, con las democracias: ése era el ideal de Henry Ford, y también el del célebre aviador Charles Lindbergh, nazis americanos, el primero un tosco teórico del racismo, autor de El judío internacional, y el segundo un viajero frecuente al Berlín de preguerra.
Lo que Roth propone en La conjura contra América es un éxito electoral de Lindbergh. ¿Qué hubiese sucedido si Roosevelt no hubiese llegado a la presidencia y, en cambio, hubiese ocupado su lugar un candidato simpatizante del Eje? La respuesta no tiene nada que ver con una utopía totalitaria –algo que se esboza en último plano, en un esbozo remoto de políticas de traslados estalinianas, de “americanización” de los judíos–, eso es lo que menos le interesa a Roth. Lo que él quiere contar es de qué modo hubieran actuado los judíos en esa situación. Y no los judíos como conjunto, cosa que no existe, sino los judíos reales, es decir, tomados de uno en uno.
Se me dirá que eso ya está hecho, que hay miles de testimonios disponibles sobre lo que cada judío, y cada hombre de bien, hizo en la Europa de los años 30 y primeros 40. Testimonios de heroísmo, de inexplicable entrega al destino más trágico, de supervivencia más allá de los límites de lo imaginable, de traición, de abdicación de la propia identidad, de liberación mística, de cobardía y hasta de colaboración.
Los judíos no son distintos de los no judíos, sus conductas reales y potenciales son las de los seres humanos de todas las categorías morales e intelectuales, en lo peor y en lo mejor.
Pero los judíos de Roth son judíos americanos, inmigrantes o hijos o nietos de inmigrantes, gente que había dado un paso hacia la prosperidad y la libertad que no habían dado los habitantes de los stetl, las pobrísimas aldeas de Rusia y la Europa central, y de los guetos para escapar de los pogroms y la miseria. Demócratas conscientes, pues, que habían encontrado en su nuevo hogar algo que defender. Atemorizados, es cierto, por el siempre posible retorno del pasado, pero comprometidos con un modelo de vida secular que les era favorable. En sus barrios, en una existencia en cierta medida aislada de la de las demás comunidades, pero en un mundo en el que el gueto italiano o el chino o el polaco no diferían demasiado entre sí, ni del hebreo.
La conjura contra América es varias novelas. Una de ellas trata del viaje por la historia de la nación americana y se construye en torno de una visita familiar a Washington, en la que la acción oscila entre la presencia poderosa de Abraham Lincoln y las primeras experiencias del protagonista con los antisemitas, autorizados a hacerse visibles y activos en la vida cotidiana por la nueva situación política. El no ser aceptado en cualquier hotel ni servidos en cualquier restaurante representa un cambio en la situación, y los ciudadanos de buena voluntad que ayudan a los singulares turistas a salir del paso acaban por recomendarles prudencia y bajo perfil.
Otra novela es la del rabino Bengelsdorff, el colaboracionista modelo, que no sólo visita con frecuencia la Casa Blanca de Lindbergh, sino que asiste a la cena de recepción ofrecida a Von Ribbentrop, en visita oficial. El rabino desarrolla de modo ejemplar la reescritura de la historia, y cuando explica al narrador la presencia judía en los orígenes del país empieza por la figura de Judah Benjamin, “judío y la segunda persona más importante del gobierno de la Confederación después de Jefferson Davis”, del que fue fiscal general, y secretario de Guerra y de Estado, además de senador por Carolina del Sur antes de la secesión. Perdida la guerra, se trasladó a Inglaterra. “En mi opinión, la causa por la que el Sur hizo la guerra”, dice Bengelsdorff, justificándose a sí mismo, “no fue legal ni moral, pero siempre he tenido a Judah Benjamin en la mayor estima”.
Otra más es la del primo Alvin, quien, ante la evidente pasividad de sus parientes, decide irse al Canadá y alistarse en el ejército, ya partícipe en la guerra junto a Gran Bretaña. Alvin pierde una pierna en Europa y regresa a casa transformado para iniciar una carrera en la mafia judía, junto a sus tíos, políticamente prescindentes.
Así, todos los destinos, todos los modos de enfrentar la realidad, todas las renuncias y todos los fracasos. Y cada momento del relato es de una enorme solidez. Se podría achacar a Roth una cierta ligereza en la solución del problema que él mismo ha creado: ¿cómo devolver a su cauce la historia de los Estados Unidos después de haberla sacado de él con el ascenso de Lindbergh al poder? Mediante un triunfo de la democracia, sin duda, que tiene lugar justo a tiempo para devolver a Roosevelt al cargo antes de Pearl Harbor, pero también mediante un milagro.
En total, pasa poco más de un año hasta que Lindbergh, que en ningún momento ha dejado de volar en solitario en su propio avión de un lado para otro, pronunciando breves discursos en pueblos ignotos, despega y se pierde para siempre en el cielo. En ese año y pico han ocurrido en los Estados Unidos imaginados por Roth todas las historias individuales cuyo tejido cubre en Europa el tiempo que va de 1918 a 1945. A esas alturas, el milagro no sorprende, porque es esperado. ¿Acaso no fue milagrosa, o mágica o de apariencia ilusoria para quienes allí esperaban quién sabe qué, la liberación de los campos de concentración y exterminio de Alemania o de Polonia? ¿Acaso la llegada a un lager de alguien que abra las puertas y haga desaparecer a los guardianes y atienda a los enfermos es menos milagrosa que la desaparición de Hitler en una nube?
La cuestión, en términos literarios, es que el milagro resulte verosímil, y hasta lógico. Y eso, Roth lo consigue. Léalo, en él hay mucho que aprender sobre esta desdichada especie nuestra.
Philip Roth: La conjura contra América. Mondadori, 2005. 428 páginas.