La locura ecológica

Por Horacio Vázquez-Rial

El Museo de las Ciencias de Castilla-La Mancha, en Cuenca, ha abierto una exposición sobre ‘Biodiversidad amenazada’ y en su página web proporciona informaciones que vale la pena conocer y que contradicen el tono buenista del conjunto. Y para este mes de octubre se anuncia la publicación de Era Glacial, el último Apocalipsis, de Luis Carlos Campos. Es, pues, un buen momento para reflexionar sobre el ecologismo como ideología y la ecología como pseudociencia, a la vista de que es así como se la concibe y se la maneja actualmente.

Sostiene el Museo, por una parte, que, “en los últimos tiempos, las tasas de desaparición de especies se han multiplicado entre 100 y 1.000 veces” –un margen de error amplísimo, como se ve– y, por otra, que “la comunidad científica […] no logra ponerse de acuerdo sobre el número total de especies que actualmente pueblan la tierra; las estimaciones más prudentes hablan de 10 millones de especies, las más osadas llegan a cifrarlas en más de 80 millones. […] mientras somos capaces de conocer la composición de las estrellas del cielo y calcular distancias inimaginables, sin embargo aún no conocemos el número de seres vivos de que comparten con nosotros el planeta”. ¿Cómo afirmar que se sabe cuántas especies desaparecen si no se sabe cuántas hay?

Más afirmaciones en la misma línea: “Aunque probablemente nos encontramos en el período de más alta biodiversidad desde que se originó la vida en la tierra, se calcula que las especies actuales no representan ni el 5% de la biodiversidad total que ha debido existir en la historia de nuestro planeta (se cifra entre 100 y 750 millones de especies)”. Sin comentario.

A lo largo de la evolución aparecieron y se extinguieron millones de especies. Hace 440 millones de años, al final del período ordovícico desapareció, informa el Museo, casi la mitad de las familias animales; en el devónico, el 14% de los taxones marinos, entre ellos los peces acorazados; hace 200 millones de años, a finales del triásico, se extinguió el 35% de las familias animales; hace 65 millones de años un cometa provocó la extinción del 20% de las especies, entre ellas los dinosaurios y los tricerraptores. Además de señalar que la teoría del cometa, que aquí se da como hecho, no es más que una teoría entre varias para explicar la desaparición de los dinosaurios, hay que recordar, para no perdernos en la trama ideológica, que en ninguna de esas fechas andábamos por aquí, que todas esas gigantescas mutaciones tuvieron lugar en nuestra ausencia y, por lo tanto, en ausencia de toda culpa, emoción humana, hija de la cultura y no de la naturaleza.

Uno de los apartados de la web de la exposición se titula ‘El hombre como causa de extinción’, y allí se afirma que el crecimiento demográfico de la humanidad, el aumento del consumo de energía y el uso incontrolado de los recursos naturales son factores que aceleran “de manera alarmante” la pérdida de biodiversidad. Y sigue la enumeración de causas: la transformación del medio como consecuencia del uso agroforestal y urbanístico, la contaminación de las aguas continentales y oceánicas por productos químicos provenientes de la industria de plaguicidas agrícolas, aguas residuales no tratadas, vertidos petrolíferos, etcétera; el cambio climático como consecuencia de la contaminación atmosférica, el comercio ilegal de especies, la introducción de especies foráneas. Vistos el título y la lista, habrá de que deducir –ésa es la propuesta ideológica de quienes organizan la muestra, algo no muy diferente de escribir un libro o, mejor aún, un opúsculo– que el hombre es una plaga y las especies no humanas sus víctimas preferentes.

Perdemos biodiversidad, dicen, porque transformamos el medio cultivando y viviendo en ciudades, pero ése es nuestro papel en el mundo, de modo que para preservar especies debemos cesar en nuestra actividad como especie, debemos detener la producción, la creación, la acción: animalizarnos, deshistorizarnos. No tenemos que combatir la contaminación de las aguas –que no se debe, por cierto a los plaguicidas, sino a los vertidos industriales–: debemos, en cambio, según ellos, combatir los plaguicidas para preservar las aguas; porque, por otra parte, no se puede hablar con los ecologistas de transgénicos, más pecaminosos aún que los plaguicidas, aunque sirvan para que haya especies resistentes a las plagas y las enfermedades. No debemos comerciar con especies, comprar y vender reses ni camellos, algo que hemos hecho desde que estamos sobre la Tierra, ni abrigarnos con pieles animales, sin las cuales no hubiésemos sobrevivido: debo suponer que el comercio de ganado ha sido perjudicial para el equilibrio global.

Pero lo más gracioso es lo que viene a continuación: debemos evitar la introducción de especies foráneas, capaces de alterar sustancialmente el delicado balance natural, cuyo carácter nadie es capaz de precisar; se me ocurre que deberíamos haber empezado mucho antes a transitar ese camino, impidiendo que los conquistadores españoles llevasen a América caballos, ovejas, vacas, cerdos y otros bichos rebeldes –sin caballos, los indios hubiesen sido fácilmente exterminados y el western no existiría como género cinematográfico–, y que trajesen de América la patata, el maíz o el tomate, con lo cual nos hubiésemos ahorrado la cocina italiana. Y, por supuesto, el tabaco, sin el cual seríamos muchos más para deteriorar el ambiente. Ambiente purificado en muchas zonas de América por el eucalipto australiano, trasplantado en el siglo XIX e increíblemente próspero.

He dejado para el final aquello de “el cambio climático como consecuencia de la contaminación atmosférica” porque ahí tiene la palabra Luis Carlos Campos, que en su libro sostiene que no hay ninguna relación entre el calentamiento global y el CO2, y que se remite a datos concretos: “En la última glaciación el CO2 apenas disminuyó cuando llegó el frío, luego incluso aumentó”, declara en una entrevista publicada por Borja Ventura en Periodista Digital. No existe prueba alguna de que el cambio climático que vivimos esté directamente relacionado con las emisiones de CO2, lo cual no implica defender la contaminación, sino simplemente reclamar un trabajo científico que no está hecho. Habrá que hacer caso de un hombre que declara que “Greenpeace es una multinacional fundamentalista que echa a patadas a los miembros científicos que discrepan sobre la teoría del calentamiento global”, algo que muchos sospechamos pero no nos atrevemos a decir.

La pregunta es: ¿fundamentalista de qué? Del ecologismo político, ideológico, de la pseudociencia que sirve tanto para vender cremas como para culpar a la gente de lo que los gobiernos gestionan mal, por ignorancia y dejadez a partes iguales. Hay una ecología y un ecologismo lingüístico, por ejemplo, que se ocupa de mantener con vida lenguas en vías de desaparición: no de conservar el registro de las lenguas que alguna vez se hablaron y que, estando en las raíces de nuestra cultura, se han perdido para el habla, como el fenicio, sino mantener con vida otras que la historia ha condenado, por aislamiento, por migración o por muerte de sus hablantes. ¿Es por caridad cristiana que se hace esa labor? No. Es para poder esgrimir pasados gloriosos cuando el presente político lo requiera, contra quien convenga.

Mientras estemos convencidos de que el agua del grifo sale de color negro por nuestra culpa, por nuestra grandísima culpa, nadie pedirá cuentas. Mientras estemos convencidos de que el Katrina está íntimamente relacionado con la llegada del hombre a la Luna, con la guerra de Irak o con la segregación racial, nadie mirará con interés o con respeto la experiencia democrática americana. Mientras estemos convencidos de que la civilización ha arruinado la naturaleza, en vez de doblegarla y ponerla a nuestro servicio, la civilización no avanzará.

Vía Libertad Digital

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