El marxismo y las leyes de la historia

Por Horacio Vázquez-Rial

Hace poco ha llegado a las pantallas españolas la versión cinematográfica de un cuento clásico de Ray Bradbury, El sonido del trueno, escrito en 1952. Bradbury estimó por entonces, cuando la fecha parecía tan inalcanzable como 1984, que en 2055 se podría viajar en el tiempo; y como creía –y cree– que los avances científicos están condenados a la banalización por la propia condición humana, imaginó a un grupo interesado en hacer safaris al pasado remoto en busca de dinosaurios.

Las cosas están dispuestas de modo que los viajeros en el tiempo tienen sendas trazadas de las que no deben apartarse: una pisada fuera de ese camino puede ocasionar cambios de proyección incalculables. No hay que abandonar nada de lo que se lleve en el territorio temporal visitado, no hay que traerse ningún recuerdo, no hay que alterar nada. Por supuesto, habrá quien viole una de esas normas, y al regreso el presente será radicalmente distinto de aquel del que se partió: decididamente irreconocible, puesto que se habrá modificado toda la cadena de la evolución y las especies derivadas no serán las mismas.

En el final de la narración de Bradbury se descubre una mariposa muerta bajo la bota de uno de los turistas. El principio del que se parte es evidente: cualquier intervención en el pasado tiene su reflejo en el presente; además, cuanto mayor sea la distancia entre el presente y el punto del pasado en que se intervenga, mayores serán las consecuencias. Se trata de una versión de índole temporal de aquello que la teoría del caos enuncia como espacial al hablar del efecto mariposa: “El batir de alas de una mariposa en Tokio puede producir una tormenta en Ámsterdam”.

La humanidad interviene constantemente en su pasado, que no es natural, sino histórico –el hombre no tiene naturaleza, sino historia, decía Ortega–. Pero con ello ocasiona trastornos igualmente significativos. Otra vez Ortega: la historia es “el sistema de las experiencias humanas que forman una cadena inexorable y única”. Claro que ese sistema de experiencias depende de un factor inconstante: la memoria. Y el sistema está en permanente recomposición, porque la historia no es una sucesión de hechos, de acontecimientos, sino el relato que de ellos se hace.

El sistema de las experiencias es un sistema narrativo. Los románticos fueron los primeros en comprenderlo plenamente y los primeros en callarlo: la suya fue una reescritura total del pasado, subdividiéndolo y espacializándolo para crear naciones que nutrieran el imaginario del Estado, en última instancia un pacto de fe. Fue la remake romántica de la historia lo que permitió reunir en una razonada serie de causas y efectos a Sigfrido con los jóvenes SS, al César con el Duce y, en proyecciones posteriores, a Simón Bolívar con Hugo Chávez. Pero esas genealogías falaces, exaltadoras de la singularidad y de la superioridad de la etnia, llegan a ser pecados veniales cuando se observa el modo en que se trasplantan a los pseudoilustrados, a los neorrománticos y a los positivistas que se ponen a buscar leyes generales que explican el sentido de la historia.

Hegel tuvo el cobarde mérito de limitar la historia a su tiempo y decir que todo había ocurrido para que el Espíritu universal encarnara en el Estado prusiano. Al menos no se pretendió profeta, y, si bien su lectura del relato histórico es teleológica, poco se interna en el futuro. Más allá fue Marx, y en mucho lo superó el grupo de los que se declararon sus discípulos, sin que maestro y alumnos coincidieran realmente en todos los casos: Lenin, Trotski, Stalin, Mao Tse Tung componen una lista por demás heterogénea para poder aceptar la unidad de esa herencia. Una herencia de la que el propio Marx se distanciaba al decirle a su despreciado yerno, Paul Lafargue, que él no era marxista; aunque el daño ya estaba hecho y docenas de intérpretes, todos ellos convencidos de poseer la verdad, habían establecido que el marxismo es una ciencia, una ciencia de la política y de la historia –el socialismo científico–, y, lo que es peor, que la historia se mueve con arreglo a leyes que determinan su curso y son a su vez determinadas por una necesidad última, por una finalidad establecida por quién sabe quién, a la vista de que los grandes promotores de estas nociones no creían en Dios.

Era científicamente irremediable el advenimiento del socialismo, por obra del proletariado, suma de todas las alienaciones pero encargado, a la vez, de superarlas y de devolver a la humanidad a su condición esencial, de humanizar al hombre. El proletariado, puesto en su senda por el motor objetivo de la lucha de clases y guiado por su vanguardia esclarecida y esclarecedora, el Partido. Qué partido, ése ya es asunto a discutir, como dolorosamente aprendió Trotski por mano de Ramón Mercader.

Afirma Finkielkraut que el del proletariado universal ha sido uno de los dos grandes mitos del siglo XX, complementario y potenciador del otro, el de la raza aria. Ambos se extendieron, llegaron por una u otra vía a las cabezas de todo el mundo. El de la raza aria parece haber entrado en el olvido, aunque perviva silenciosamente en algún núcleo austrobávaro. Lo cual no resta un ápice de vida al antisemitismo, que no requiere justificación, ni siquiera pseudorracional.

El del proletariado, en cambio, goza de bastante buena salud, sobre todo en los países en que no ha existido nunca: nadie puede sostener con un mínimo de respeto a la ortodoxia que son obreros los trabajadores semiesclavos, hombres y mujeres, de los países productores de materias primas, y sólo en China y en los diversos tipos de maquila dominantes en América Latina, Asia y el Magreb se añade valor a las mercancías de acuerdo con el esquema ricardiano adoptado por Marx en el primer libro de El Capital, sin que ello resulte en situación revolucionaria.

Previendo esa desviación, Lenin y algunos de sus compañeros desarrollaron la teoría del imperialismo y del colonialismo, e inventaron los países obreros, cuya liberación, por la vía de la autodeterminación, derivarían en alguna forma de democracia popular, vale decir, alguna forma de socialismo científico.

La clave de la acción del proletariado no es su desarrollo ni su progreso, sino su autoabolición, paralela y simultánea a la abolición de la burguesía, en una etapa superior, el comunismo, en la que comenzaría la verdadera historia del hombre. Huelga decir que el socialismo científico, el comunismo soviético, chino, cubano, realizó efectivamente los proyectos del socialismo utópico, falansterial, necesariamente totalitario. Pero a los auténticos creyentes eso no les hace mella. Siguen pensando que el socialismo es inevitable.

Y es que las intervenciones en el pasado y la deducción de leyes históricas, que, por cierto, no es particular del marxismo –las leyes pueden ser étnicas, espirituales, hasta metafísicamente ligadas a un destino, aunque en todos los casos una parte de la humanidad, vanguardia o reserva racial, intelectual o mística, está llamada a salvar al resto, quiera o no quiera, de su propia inferioridad o entrega inconsciente a la pereza histórica–, están a la orden del día: desde el destino manifiesto de Cataluña y el País Vasco hasta la senda buscada por los indigenistas suramericanos hacia el socialismo precolombino. El pasado ya no es lo que era: Jesús no es ya el Mesías, sino el precursor del socialismo igualitario; el Partido Republicano de los Estados Unidos no es ya el partido abolicionista y progresista del Norte, sino todo lo contrario, mal que les pese a Colin Powell y a Condoleezza Rice; la propiedad ya no es un derecho reconocido como consecuencia de una revolución, sino un robo; la pobreza de unos es resultado de la riqueza de otros, sean personas o naciones.

Pero las pseudociencias históricas del siglo XX han servido sobre todo a una idea deletérea para Occidente: la de que los hombres no hacen la historia, sino que ésta les viene impuesta por una serie de leyes cuyo cumplimiento sólo cabe acelerar –eso es el marxismo leninismo– pero que, en última instancia, son de hierro. Como esas leyes apuntan al progreso, contribuir a su realización es deseable; pero si no se contribuye a ella no pasa nada: el socialismo es inevitable. Por supuesto, ahí está la reacción, los conservadores, cuyo papel consiste en oponerse al progreso: un reparto de papeles entre buenos y malos que se expresa como tal cada vez más a menudo, en homenajes a leales profesores –con retiradas nocturnas de estatuas– o en alianzas con enemigos de Occidente santificados por la pobreza de sus súbditos.

No es nada fácil aceptar que Winston Churchill fue un enemigo del progreso: hace falta mucha mala fe y, sobre todo, mucha ignorancia. Tampoco es fácil aceptar que Fidel Castro es un amigo del progreso: hace falta mucha buena fe y, sobre todo, mucha ignorancia. Pero la ciencia marxista tiene una explicación para ello, ha deducido unas leyes que llevan a esa conclusión: claro que no las ha deducido de los acontecimientos, sino del relato de algunos acontecimientos.

Vía Libertad Digital

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