El factor católico

Por Horacio Vázquez-Rial

Entre las numerosas historias de escamoteos, asesinatos léxicos, secuestros, perversiones semánticas y prohibiciones debidos a la corrección política se cuenta la de la palabra “católico”. Que no es un término menor, del que se pueda prescindir a la hora de explicar o comprender dos mil años de civilización, no sólo la civilización europea o la americana, sino la de la humanidad en su conjunto.

No voy a detenerme aquí a analizar el modo en que la muy maltratada Contrarreforma dio contenido a la conquista y evangelización de América, ni a perseguir la incidencia del catolicismo español, portugués, francés o italiano en Asia y África; pero no puedo omitir su mención, con la esperanza de que el paciente lector que me acompañe acuda a los libros para reparar carencias que probablemente tenga, y no por su propia culpa, sino por obra de una política intencionada y bien planificada de eliminación del factor católico en su formación. En cambio, voy a glosar brevemente mi propia experiencia a ese respecto.

Procedo de una familia que, si bien pasó larguísimos años al otro lado del mar, es típicamente española, de modo que en ella ha habido socialistas, monárquicos, republicanos tradicionalistas, comunistas, franquistas stricto sensu y, cómo no, un tío anarquista y otro salesiano. Mi propia relación real con la Iglesia duró hasta los trece años, cuando fui confirmado en mi blando e inconsistente catolicismo. Entonces me convertí en un agnóstico. A secas. O eso supuse: en realidad, era un agnóstico católico, pero lo ignoraba.

Aún no era consciente de que el catolicismo es más que una fe, una liturgia, una historia, y también algo distinto de una creencia en la que se está o una idea que se tiene, por reiterar a Ortega: es una suma de todas esas cosas, además de un modelo de convivencia, un pautado ético y estético, un legado intelectual, una tradición narrativa. Sea que se tenga o que no se tenga fe, sea que se adhiera a la Iglesia como institución o que se la enfrente críticamente.

La impregnación seudoprogresista que, en mayor o menor medida, afecta a cada generación llevándola a imaginar que es posible construir sobre la nada me indujo a participar de la experiencia posfranquista de la educación pública laica, apuntando a mis dos hijas en una escuela en la que no se enseñaba religión. Una actitud sostenida por dos nociones equívocas: la de que la religión –lo que religa, lo común– se puede elegir a conciencia a una cierta edad y la de que “laico” y “aconfesional” son sinónimos. Nociones ambas que nos habían sido transmitidas en la larga guerra de la propaganda que Occidente perdió al tiempo que ganaba la Guerra Fría en el orden militar, social y económico.

La escuela pública laica posfranquista, en la Barcelona de la eterna alcaldía socialista, no era una escuela aconfesional: era una escuela vacía, sin raíces. Cuando mis hijas estuvieron en situación de pasar del simple ver cuadros al más complejo visitar museos carecían por entero del bagaje imprescindible para ello.

En un operativo pedagógico improvisado, me encontré así inmerso en una suerte de catequesis doméstica de urgencia, mirando junto a ellas grabaciones de John Huston en el papel de Noé, de Los Diez Mandamientos con el impagable Charlton Heston –luchador por los derechos civiles de los negros americanos y defensor del individualismo más radical al frente de la Asociación del Rifle– en el papel de Moisés y del Evangelio según San Mateo de Pier Paolo Pasolini.

Fue por entonces cuando empecé a percibir en algunos padres de compañeros de mis hijas un oscuro resentimiento hacia las escuelas “de curas”, en las que habían hecho experiencias humanas y de aprendizaje tan traumáticas como las que hubiesen hecho en cualquier otra: la mía, sin ir más lejos, en una escuela alemana en la que la asignatura de religión era opcional y mis condiscípulos judíos iban a la clase alternativa de “moral”, fuese eso lo que fuere.

Ya entonces –hablo de los primeros años 80– se decía “escuela de curas” y no “escuela católica”. Ya el catolicismo se había reducido a una cuestión de parroquia. La palabra “católico” estaba siendo desemantizada, y su sentido más amplio empezaba a ser sustituido por otro, limitado, depauperado, muy apto para el relato de la Guerra Civil, que constituía el triunfo a largo plazo no ya de los derrotados de 1939, sino de quienes ocupan hoy sus siglas partidarias. Estaba abierto el camino hacia la situación actual, de agresivo anticlericalismo oficial, en la que ni siquiera el único ministro que se reconoce católico, José Bono, abre la boca al respecto.

La Iglesia había hecho lo suyo en los años 40 y 50 para perder espacio social: el nacionalcatolicismo había sido doctrina aceptada por las dos partes, el cardenal Segura estaba firmemente instalado en la memoria de todos y la política de protección de nazis de Pío XII había condicionado todo su papado. Pero luego se habían sentado en el trono pontificio Juan XXIII y Paulo VI, y en la España de los años 60 y 70 había habido una Iglesia enormemente popular, a cuya protección debían parte de su historia y de su carrera la mayoría de los líderes políticos y sindicales de la Transición, de todas las tendencias.

La Iglesia, ha dicho no hace mucho un prelado, refleja la sociedad en la que vive, y España no es una excepción, aunque en ningún otro país de Occidente se haya hecho tanto por alejarse de ella, o hayan hecho sus gobernantes por ahondar cualquier grieta entre la Iglesia y la gente. Hasta conseguir que aparezca quien se avergüenza de decir que es católico; hasta conseguir que la palabra misma subsista apenas en una bruma de afirmaciones tópicas.

No siempre las actitudes de la Iglesia en España son de recibo: ha habido y hay sacerdotes separatistas en el País Vasco y en Cataluña; el padre Apeles y otro colega aparecen en la prensa de bidet, asumiendo el escándalo con toda naturalidad; han llegado a los periódicos presencias eclesiásticas en el accionariado de empresas poco transparentes sin que ello dé lugar a medidas visibles.

Pero los miembros de la Iglesia, hagan lo que hagan, son sólo eso: miembros de la Iglesia. No son el catolicismo, ni representan la catolicidad, aunque formen parte de ella. Sin embargo, los enemigos del catolicismo, del legado católico, toman a tales personajes por el todo con la intención de arrojar al bebé con el agua sucia, sin darle tiempo a llorar. Es, cuando menos, sospechoso.

El trabajo que llevé a cabo para que mis hijas pudieran visitar el Prado sin perderse fue un largo camino de interrogantes, de los que dejo constancia aquí. ¿Se puede sentir vergüenza de ser heredero de la cultura católica? ¿Es el odio a la humanidad, o el odio a la excelencia, o el puro resentimiento lo que ha llevado a la izquierda española a ser anticatólica hasta el punto de no querer oír las campanas de los templos en el aniversario del 11-M? ¿Quién y desde qué instancias de poder se ha dedicado durante tres décadas a borrar de la conversación cotidiana el término “católico”? ¿Los mismos que lo han hecho todo por borrar la palabra “España”, con la que tiene estrechos lazos históricos? ¿Los mismos que eximen de los requisitos migratorios generales a los imanes que llegan a España? ¿Los que se opusieron sistemáticamente a la enseñanza de religión católica en las escuelas y ahora pretenden que se financie con los impuestos de todos la enseñanza del Islam? ¿Los contribuyentes a la nueva judeofobia, a los que Juan Pablo II ha dejado sin argumentos católicos para el antisemitismo de siempre?

Todos ellos, seguramente: aliados conscientes o inconscientes del islam, del terrorismo islámico en particular y del terrorismo en general, que hacen todo lo posible por debilitar el Estado con el apenas disimulado propósito de entregarlo despiezado a quien quiera hacerse con sus partes.

Hay católicos que apoyan la independencia del País Vasco, incluso en la jerarquía, pero el catolicismo, que felizmente los excede, sigue siendo prenda de la unidad de España. Hay católicos ingenuos que se han lanzado a lo que ahora se llama “diálogo con el islam”, pero el catolicismo sigue siendo el enemigo de los musulmanes, una eficaz barrera de contención en un mundo en que los judíos se han visto reducidos a su mínima expresión –menos de quince millones en todo el planeta–: contra católicos y judíos nació la doctrina coránica. Hay, pues, algo que defender.

Vía Libertad Digital

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