La operación Dios

Por Horacio Vázquez-Rial

Hay un pensamiento dominante –no único, ¡ya quisieran!– en este Occidente que nos ha tocado vivir. Un observador ingenuo diría que es el pensamiento de la izquierda, pero la noción de “izquierda” requiere una contrapartida geométrica inexistente en la práctica, a menos que se quiera entender por “derecha” lo que la izquierda histórica tomó por tal. Eso sí, el pensamiento dominante se opone sistemáticamente a lo que la derecha democrática real actual representa; el pensamiento dominante es, por lo tanto, antiliberal, antidemocrático, antisemita, antiamericano: una suma de oposiciones que no se acaba aquí, desde luego. El pensamiento dominante es políticamente correcto.

Ciertamente, sus consignas, sus declaraciones y sus actos se corresponden con las organizaciones políticas que figuran en el imaginario electoral contemporáneo como sucesoras de la izquierda histórica, con acta de nacimiento en París, 1848, y acta de defunción en Berlín, 1989. Esa izquierda histórica murió tras haber cumplido su papel reformador, tras haber presenciado el hundimiento de sus utopías realizadas –sus plegarias atendidas– y tras haber ayudado a su vez a bien morir y a enterrar a la clase social que justificó su existencia: el proletariado mitológico, nonato en los países subdesarrollados, devenido clase media o lumpen marginal en los semidesarrollados y desarrollados, y retrogradado a la esclavitud informal en la economía de plantación industrial de modelo chino nacida de la gestión comunista.

En los partidos y demás estructuras de los herederos putativos de aquella izquierda, hasta la noción que con más claridad la había definido, la de igualdad, ha sido sustituida por la discriminación positiva de las minorías, fáctica o retórica. Lo que hoy se denomina “izquierda”, de espaldas al pasado, no es otra cosa que una serie de configuraciones asociativas empeñadas en la reiteración paroxística de las consignas surgidas de la corrección política.

Goebbels distinguía entre lo ideológicamente correcto y lo ideológicamente incorrecto. Claro que los partidarios de la corrección política se llevan las manos a la cabeza cuando se les señala ese origen, y procuran librarse de la acusación apelando a una afirmación inútil pero recurrente: “La derecha argumenta por contigüidad”. Lo decía hace poco Javier Pradera. Lo que quieren decir es que si se escribe “políticamente correcto”, y a continuación se escribe “ideológicamente correcto”, tiene inevitablemente lugar una asociación de ideas. Que, sometida a las pruebas de la realidad y de la razón, revela una verdad, a poco que se tenga algún respeto por las palabras.

Por qué ese hallazgo a partir de la contigüidad debería ser característico de la derecha es algo que debería demostrar quien lo afirma. Con la misma soltura con que Simone de Beauvoir afirmaba que el pensamiento de la derecha es analógico, en un libro que habrá que tener en cuenta cuando se trace la genealogía de este pensamiento dominante de principios del siglo XXI.

La corrección política –ideológica–, inicialmente propuesta como gentileza semántica, nació en los Estados Unidos de América por la demanda de ciertas minorías organizadas, en especial el movimiento negro y el feminismo radical, más allá de la defensa de los derechos civiles de los ciudadanos de todos los colores y de los derechos de las mujeres. En el primer caso facilitó un desplazamiento importante, cuantitativa y cualitativamente, desde el cristianismo hacia el islam. En el segundo sirvió al deterioro de la idea de Dios, noción que, hasta mediados del siglo XX, fue el más sólido factor de integración en casi todo el mundo: los ateos negaron la existencia de Dios y los agnósticos se declararon incapaces de creer, pero en su debate con la fe compartieron con los creyentes una misma idea de Dios, uno solo, creador, omnipotente y omnisapiente.

Hacia 1950 parecía escandaloso que el agnóstico Aldous Huxley se refiriera al Dios de los creyentes como “el vertebrado gaseoso”, intentando dar forma material a su propia concepción de la divinidad. Medio siglo más tarde, por obra de la corrección política, la expresión parece propia de un creyente con sentido del humor. La primera operación de corrección política, en el movimiento negro y en el feminismo radical, resultó ser la operación Dios, el deterioro de uno de los conceptos fundacionales de la Modernidad. Porque no hay Modernidad sin discusión de lo divino; quizás no haya Modernidad sin muerte de Dios, pero tampoco hay Modernidad sin idea de Dios.

La corrección política de la Biblia, en el sentido de “enmienda”, “retoque” o “rectificación” política, realizada por censores políticamente correctos, fue el primer paso ruidoso –tras una etapa de discreción– en la vergonzosa senda de la reforma del pasado, la reescritura general de la historia humana: la roturación sin anestesia del suelo en que se hunden nuestras raíces y la siembra de otras semillas en los surcos sobre los cuales nos cuesta mantenernos en pie.

En una ocasión Jorge Luis Borges explicó a un periodista extranjero la estructura primitiva de lo que, con el tiempo, llegaría a ser el ejército argentino. Le contó que, al comenzar la guerra de la independencia, los batallones se componían, en busca de una actuación solidaria en el campo de batalla, con criterios étnicos y culturales: los catalanes con los catalanes en el Tercio de Miñones, los gallegos con los gallegos en el Tercio de Gallegos, los andaluces con los andaluces en el Batallón de los Cuatro Reinos de Andalucía, y así de seguido. Mestizos, negros y mulatos formaban en batallones llamados de Naturales, Pardos y Morenos. “Eran negros”, dijo entonces el escritor, “pero los llamaban así para no ofenderlos”. Es la síntesis más acabada que conozco de la noción fundacional de la corrección política.

No otra cosa tenían en la cabeza los biendicientes –no necesariamente bienpensantes, que en eso está el truco– que aceptaron la propuesta de denominar “afroamericanos” a los negros de los Estados Unidos. Sin reparar, tal vez, en que la elusión de la alusión al color de un cierto número de ciudadanos americanos de pleno derecho implicaba el subrayado de su remoto origen etnocultural y, por lo tanto, la priorización de una supuesta identidad colectiva sobre la individual: el referente africano empezaba así a adquirir una importancia mayor para el individuo que su inclusión en las generales de la ley. De ahí a la prescindencia del Estado y al rechazo del Estado hay un paso. Como bien estarán aprendiendo, a partir de la cuestión vasca, los españoles con disposición al aprendizaje.

El empleo del término “afroamericano” tiene su propia historia, la de lo que sucedió entre el 28 de agosto de 1963, día en que Martin Luther King pronunció en el Lincoln Memorial de Washington su célebre discurso ‘Tuve un sueño’, y el 16/17 de octubre de 1995, cuando el antiguo cantante de calypsos Louis Farrakhan encabezó la marcha de un millón de ciudadanos negros sobre la misma ciudad. Es decir, en los cuarenta años transcurridos entre la época de la reivindicación de los derechos civiles, de la reivindicación del derecho a la igualdad por sobre todos, cuando los negros norteamericanos, organizados en torno de pastores cristianos de confesiones diversas, querían ser ciudadanos, americanos y negros, y esta época, en la que, con una dirección predominantemente islámica, rechazan la condición de ciudadanos, es decir, de iguales, y la de negros de América, autodefiniéndose como “hermanos”, es decir, sólo iguales entre sí, y “afroamericanos”, es decir, con raíces en otra parte y sumando el derecho de suelo que siempre ha sido dominante en los países de gran inmigración a un vago derecho de sangre que ninguno de los Estados realmente existentes del África de hoy está por la labor de reconocer, y menos aún a quince o veinte generaciones de distancia.

Lo que sucedió entre esas dos fechas fue la expansión incontrolada, y tal vez incontrolable, del Islam en los Estados Unidos, y un deterioro irreversible de una zona nada despreciable del tejido social americano.

Para las feministas radicales, el momento de gloria llegó cuando se permitieron, y se les permitió, intervenir en el sexo de Dios, dando un enorme paso atrás histórico, filosófico y teológico.

Así como Ibarreche insiste siempre en dirigirse a los vascos y las vascas –el hombre es de una extremada corrección, de modo que no comete el error de ceder el primer lugar a las damas, cosa de carcas–, los paganos se dirigían a los dioses y las diosas, según correspondiera. El advenimiento del monoteísmo y su expansión en Occidente, que representó un salto gigantesco en el largo camino de la humanidad hacia el pensamiento abstracto y la formulación de una ética general, acarreó una elevada concentración de poderes en un individuo creador, de carácter cambiante, cuyos rasgos jamás se precisan en la Escritura: para Adán y para Eva, para Caín, para Abraham, para Noé, es una voz. Para Moisés, es también una luz y una lengua de fuego. Tan magra es la definición de su identidad que, por no tener, ni siquiera tiene nombre: es el que es. Y, desde luego, no es varón ni mujer.

El Dios anciano y barbado, sentado en una nube, es un derivado ingenuo de la iconografía cristiana, en la que el Mesías, con más o menos variantes, aparece como un hombre de su tiempo, con túnica, pelo largo, barba y bigote: claro que si el Mesías es el Hijo, habrá supuesto un primer pintor de intención celestial, alguna semejanza guardará con el Padre, y viceversa: el Padre habrá de ser como cabe colegir que hubiese sido el Hijo, de haber llegado a la vejez.

Y ahí tenemos a las feministas, ignorando que Dios es el que es y afirmando sin ruborizarse que es un varón, el producto perverso de una cultura patriarcal milenaria de su propia invención. Y ahí tenemos también a unos cuantos pastores de unas cuantas iglesias, nada católicas –nada universales–, emprendiendo a marchas forzadas la reforma de la Escritura. Feministas ignorantes, pastores ignorantes, interviniendo en el pasado –un pasado que no respetan, en el cual no encuentran referente alguno para el desarrollo de sus pobres existencias– porque, temen, si no se dice que Dios es mujer, al menos que también es mujer, las mujeres, al menos las que viven en su espacio de influencia, desertarán de la fe.

¿Qué fe? Primero le atribuyen un sexo –un género, dicen– a Dios, que jamás ha tenido ninguno, o los ha tenido todos. Después se lo cambian o se lo multiplican, negándole todo valor modélico a ese sexo o género, sosteniendo con apasionamiento inquisitorial que Adán salió de una costilla de Eva y no al revés, y otras barbaridades bizantinas de ese mismo jaez, y finalmente procediendo como auténticos delirantes al discutir un relato mítico fundacional como si discutieran acontecimientos, cuando casi ningún cristiano y casi ningún judío –salvo patologías específicas– toma al pie de la letra lo que se narra en los libros de Moisés.
Y todo esto contribuye a dibujar uno de los rasgos definitorios del discurso de la corrección política: la sustitución de textos por acontecimientos y viceversa, según convenga, amparándose en la ignorancia general, y la reducción de los textos a consignas. Cuando Huntington tituló uno de los libros más citados y menos leídos de esta época El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial se proponía llamar a una reflexión sobre las relaciones entre grandes culturas (no sólo Occidente y el islam), y desconocía la existencia del ciudadano Zapatero y de su equipo de manejadores de opinión. Él sólo tituló un libro, no lanzó una consigna.

No podía prever que, ocho años más tarde, ese maestro de la corrección política más ramplona que hoy preside el Gobierno en España fuera a darle la vuelta a su título, ya más que reducido a consigna por la prensa jíbara, lanzando otra consigna con pretensión de universalidad: la alianza de civilizaciones, en este caso sí Occidente y el islam. Eso es sustitución de texto por consigna, después de haber sustituido los acontecimientos de Irak por un texto de retirada que, simplemente, pasa por encima de ellos.

Via Libertad Digital

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