¿Por qué ser conservador cuando se es liberal?

Por Horacio Vázquez-Rial

Revolución FrancesaEl liberalismo fracasaría si se convirtiera en utopía, en un objetivo que alcanzar como culminación de la historia. Las utopías, por definición y sin excepción, poseen un carácter totalitario. Y el liberalismo es exactamente lo contrario. No obstante lo cual, existen tendencias y corrientes absolutistas en este campo del pensamiento, que llevan a un futuro imaginario sin controles de ningún tipo sobre la acción humana individual.

Las izquierdas, esencialmente estatalistas, vienen oponiéndose de modo sistemático a cualquier propuesta liberal desde sus mismos orígenes. En el siglo XX incorporaron a su discurso un dato difícilmente refutable, que poco o nada tiene que ver con sus críticas históricas al liberalismo: algunas de las recetas económicas de lo que ellos llaman neoliberalismo, como si hubiera una brecha insalvable entre Adam Smith y Friedrich Hayek, fueron aplicadas con éxito por gobiernos autoritarios de dudosa legitimidad, como el del general Pinochet en Chile. Como, hoy por hoy, las izquierdas son, sobre todo, aparatos de propaganda, este dato les ha servido para asociar liberalismo con fascismo, cuando en realidad ni las medidas favorables a la libertad de mercado han sido más que parches económicos imprescindibles para la vida chilena ni el régimen pinochetista fue fascista. Por otra parte, salvo el comunismo, nada hay tan opuesto al liberalismo como el corporativismo fascista.

Ahora bien: el liberalismo dista mucho de ser una doctrina económica, aunque también lo sea, y hasta ahora ése sea su aspecto más notorio (me abstengo de decir “más conocido”, porque la general ignorancia al respecto es realmente asombrosa). El liberalismo es una Weltanschauung, una idea del mundo y de la sociedad, y tiende a ser un way of life constituido de modo espontáneo, del que se excluye la coerción externa sobre el individuo.

Otra cosa son los controles internos de cada individuo, los que permitirían ese way of life, que sólo cabe en plena civilización, una civilización de la cual la actual es apenas un esbozo. Porque si existe realmente una mano invisible reguladora del mercado, y yo estoy convencido de que así es, a pesar de que nadie jamás haya visto un mercado realmente libre en acción, el único regulador posible de una sociedad realmente libre –algo que tampoco se ha visto jamás– es la conciencia individual.

AnarquismoLos anarquistas, que eran una especie de seudoliberales del resentimiento y que, en general, no se caracterizaban por su alta cultura, se preocupaban a su modo por el desarrollo intelectual y moral de la sociedad. Solían ser puritanos ateos, prohibicionistas en lo tocante al alcohol, la prostitución o el juego, aunque la historia registra muchos casos de financiación de grupos anarquistas mediante timbas clandestinas y riñas de gallos. Es decir: se planteaban, de una forma primitiva, los problemas que acarrearía la abolición del Estado en un entramado social en el que las virtudes fuesen superadas por los vicios. Habían comprendido lo que a los marxistas les costaba entender: que el problema no radicaba en quién ocupara el Estado, sino en el Estado mismo, aunque no supieran cuál era el proceso por el que se superaría la situación. Eran revolucionarios, de modo que tenían la pretensión de acelerar la historia. Los que quieren acelerar la historia tienen una visión de su final, que para los anarquistas era una sociedad sin Estado, sin más. Nosotros no tenemos prisa, entre otras cosas porque sabemos que la posibilidad de superar, que no abolir, el Estado está ahí, es real, y hay historia más allá de ese momento.

De modo que hay que continuar en un lento avance hacia la libertad.

Y, a la vez, con la misma parsimonia, único modo de acordar los largos ciclos del devenir histórico con nuestras efímeras existencias individuales, preparar al hombre, que carece de cualquier experiencia de completa libertad en casi todo el mundo, para vivir en ella. El liberalismo es, o debe ser, un humanismo en sentido estricto, es decir, una doctrina que, al tiempo que prioriza los derechos naturales, preserva, desarrolla y, en no pocos casos, restaura valores. Es por ello que un liberal es, lógicamente, conservador. Desde luego, no en la acepción grosera de la palabra, cuando se la emplea para designar a quien quiere perpetuar un estado de cosas que, por lo general, tiene poco que ver con la libertad individual en ninguno de sus aspectos, ni en el económico ni en el personal, lo cual sería contrario a la esencia del liberalismo. Eso no es consevadurismo, sino reacción. Y reaccionarios los hay de todo pelaje, desde mal llamados conservadores hasta comunistas. A decir verdad, hace mucho que la reacción ha abandonado el territorio de los nostálgicos del Antiguo Régimen y ha sentado campamento en la izquierda. Una tendencia ya esbozada en 1793.

Al no aspirar a la aceleración de la historia, el liberal no arrasa el pasado; muy por el contrario, lo conoce y es capaz de leer en él la lenta conquista de la libertad, que desea hacer universal –decía Camus que la historia del mundo es “la historia de la libertad”–. Y en esa lectura comprende que una parte nada mezquina de la obra de la humanidad es esencialmente valiosa, porque en ella está trazada la senda, y que ésta es reconocible por encima de alejandrías, bastillas y palacios de invierno. Está en la Escritura y en Platón, en Homero y en Cervantes, en Spinoza y en Kant. La enseñanza es clara: es libre “el que sabe dominar sus pasiones”, escribe Horacio; y consta en la Primera Epístola de Pedro 2, 16: “Como libres, y no como teniendo la libertad como cobertura de malicia, sino como siervos de Dios”.

El avance hacia la libertad es, esencialmente, el desarrollo de la civilización.

Hay que dar una batalla constante contra izquierdistas reaccionarios y atrasistas de toda laya, desde antisemitas hasta islamistas, desde indigenistas hasta verdes, desde socialdemócratas hasta mentirosos en general, que se ocupan tanto del clima como de las nucleares, de la enseñanza como de la sanidad: véase, a este último propósito, a los señores Gore, Merkel, Marchesi o Pajín.

Toda esa gente, encaramada en puestos de poder, legisla constantemente. Ésa ha sido la desgracia del proceso zapaterista. En realidad, las izquierdas lograron materializar todas sus aspiraciones a lo largo del siglo XX. Tanto las tradicionales, de corte obrero, resueltas por los sindicatos, las negociaciones colectivas, las distintas formas de seguridad social y la instrucción pública, como las de nuevo cuño, tal el divorcio, el reconocimiento de hijos al margen del matrimonio, las reivindicaciones feministas, de derechos de minorías, etc. A partir de ahí, y el período 2004-2011 es buena prueba de ello, sólo han podido sobrelegislar. Alejarse de la consigna inicial de la transición, enunciada por Adolfo Suárez como “hacer legal lo que es socialmente normal”. De la despenalización del aborto, que en la etapa de Aznar no se modificó, hemos pasado a la invitación al aborto y a la propuesta de las instancias más extremas, como la posibilidad de que se practique en menores sin control paterno. Del testamento vital, a la eutanasia abierta. Incluso del derecho a la educación bilingüe en comunidades con lengua cooficial a la imposición de una lengua única en desmedro de la común.

BastiatRecordemos el comienzo del clásico texto de Frédéric Bastiat, La ley: “La ley, ¡pervertida! La ley, y tras ella todas las fuerzas colectivas de la nación, ha sido no sólo apartada de su finalidad, sino aplicada para contrariar su objetivo lógico. ¡La ley, convertida en instrumento de todos los apetitos inmoderados, en lugar de servir como freno! ¡La ley, realizando ella misma la iniquidad de cuyo castigo estaba encargada!”.

Cuando digo que el avance hacia la libertad es el desarrollo de la civilización me refiero al imperio de la ley, de una ley básica, en todos los ámbitos de la vida. Ley no tiene por qué ser sinónimo de Estado, ni lo será en estadios sociales superiores al actual, pero ha de ser siempre el marco de la actividad humana, porque es imposible que los individuos se libren de su propia naturaleza, de lo que Bastiat llama “la fatal tendencia de la especie”, y que expone así:

La aspiración común de todos los hombres es conservarse y desarrollarse, de manera que si cada uno gozara del libre ejercicio de sus facultades y de la libre disposición de sus productos, el progreso social sería incesante, ininterrumpido, infalible. Pero hay otra disposición que también les es común a los hombres. Es la que se dirige a vivir y desarrollarse, cuando pueden, a expensas los unos de los otros. No es ésta una imputación aventurada emanada de un espíritu dolorido y carente de caridad. La historia da testimonio al respecto, con las guerras incesantes, las migraciones de los pueblos, las opresiones sacerdotales, la universalidad de la esclavitud, los fraudes industriales y los monopolios, de todos los cuales los anales se encuentran repletos. Esta funesta inclinación nace de la constitución misma del hombre, de ese sentimiento primitivo, universal, invencible, que lo empuja hacia el bienestar y lo hace huir de la incomodidad, el esfuerzo y el dolor.

Las mismas condiciones que dan lugar al progreso, pueden, sin ley, devenir sus propios enemigos. Pero esa ley, justa y mínima, destinada a contener y limitar las peores inclinaciones de los hombres, ha de estar allí, modificándose con el correr de los tiempos y la aparición de nuevas sendas hacia una mayor libertad –nunca hacia lo que los anarquistas considerarían libertad absoluta–, para mantener vigentes los derechos de los individuos. Es en ese sentido que los liberales deben ser, y son de hecho, conservadores: en interés de la libertad, es necesario preservar el patrimonio de la civilización en tanto que experiencia de desbordes y desastres sociales. Preservar ese patrimonio es tarea obligada, en un doble camino: no legislar por demás, como es el caso en la actualidad en la mayoría de los Estados capitalistas modernos –lo que abocaría a la democracia actual a formas de totalitarismo–, pero tampoco por debajo de la necesidad de garantizar el ejercicio de los derechos de todos.

Es posible concebir un porvenir en el que el Estado no sea el ogro filantrópico –la definición es de Octavio Paz– que es hoy, hambriento siempre de bocados fiscales manejados por una minoría, pero no es posible pensar un porvenir sin ley.

– Vía La Ilustración Liberal

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