José M. Menéndez: Literatura y política

De lo que viene siendo

Por José M. Menéndez

Se sabe ahora que Harry Potter ha vendido en trece años el triple de libros que El Principito en cuarenta y cinco. Esto es importante, nos parece: explica el estado de cosas, la crisis de deuda y el calentamiento global. Explica también el aspecto desaseado de algunas gobernatrices y la cadera ancha de otros, tanto como a los autores con prosa de retrete que proliferan a su alrededor.

No explica, en cambio, la conjetura de Goldbach ni la hipótesis de Riemann, lo cual, no por lamentable, era menos de esperar. No nos preocupan ni los sofocos climáticos ni las paradojas de los números primos; sí lo hacen, en cambio, la poca higiene política, la literatura y su creciente mediocridad.

En ese orden, pareciera que el género diputado o similar, así como el tumulto fabulador que medra a su costa, viniesen degradándose con saña, hasta el punto de que un observador imparcial no dudaría en concluir que se trata de gente ilegible, francamente degenerada en el pensar, sin más objeto que la codicia inútil de salvar a los demás.

La consecuencia, una sociedad civil donde los individuos profesan el rito sicario de la entrega: nacen al mundo con el deseo doble de someterse y de asesinar. Son expertos en aborrecer, hábiles para reclamar al otro proyectos y soluciones, y para saquearlo luego, viniendo a dar en el reparto y en la igualación, que no otra cosa transmiten Harry Potter y su humanismo de barreduras en lucha contra el villano opresor.

La prueba, una casta de enfermos y débiles mentales adscritos a partidos políticos y a sindicatos y a sectas culturales de rima boba; gente mediocre y gañana, quieta en el razonar, cerril, forofa, idólatra, fea, infame. Gente que ha descubierto las ventajas de la necedad y de la servidumbre como patrimonio curricular, capaz para nada y dispuesta a todo con tal de garantizarse un lugar en las listas, una secretaría en su defecto, o algún encaje menor como pregonero, cualquier cosa con tal de emborronar folios o dictarlos al socaire de un sueldo público y una pensión máxima.

En absoluto exageramos: hemos tenido ministros con el aspecto de Bob Esponja y el rigor intelectual de una morsa; otras lo fueron bajo palio de un pelo tieso y con las comisuras de los labios descolgadas (y uno secretamente se preguntaba entonces si ese rictus era producto de la irritación producida en la ingle por la goma de una braga mal ajustada); los hay contra la higiene, el desodorante y la ducha diaria; y los habrá contra natura, con Calígula, a no mucho tardar. En la adversa, del otro lado, que es también el mismo en miserias, se oponen aborígenes lamentables, revenidos, panzudos con voz de flato, con el culo más ancho que el pecho, gente sospechosa, con aspecto de reyerta o de desgracia familiar completa. Acechan a la espera de turno, murmuran, merodean, tampoco saben nada, ni quieren. Sólo aguardan su turno en el altar.

Se perfila igual paraje en la dictadura literaria, de modo que los traseros sobrepujan en todo a la espalda, lo mismo que las pretensiones a los hechos; se trata de tipos inflados, quejumbrosos, donceles con querencia, gallinas, otros pájaros, violinistas; no cuadran una coma como no cuadran una idea; escriben porque toca o para que les toquen; generalmente copian y generalmente lo hacen mal y se nota (y uno también se pregunta ahora si para desfilar en semejante procesión de evidencias no es mejor ser idiota por cuenta propia y permanecer así, quieto, callado, en paz con tu miseria).

No sabemos si es el hábito o la endogamia: el caso es que nos representa un tipo con modales de bibelot, con acento de sacristía, con los ojos como escarpias. No parece mejor quien lo marca, recién huido de un cuadro de El Greco (aquellos pintarrajos de sus devaneos por Italia). En la platea, no se divisa nada: todo es grasa de cerebro y grasa de butaca. Y atrás, en el trascoro, celebrando todo el tinglado, una fila de plumas al dictado, dispuestas a lo que sea por lo que sea, capaces de escribir su propia sentencia de muerte por diez segundos de fama, por cualquiera de sus cien bocas, a cualquier precio, afectos a cualquier disparate con tal de persistir ante las cámaras.

Ya no se trata de asuntos de derecha o de izquierda (que a estas alturas del espectáculo vale tanto como discutir por esta o la otra barragana); más bien es cosa de una patulea de parásitos que han encontrado en la política y en sus gabinetes anejos de artistas y literarios lo mismo que una legión de pulgas en una bosta de vaca.

Hace tiempo que los partidos políticos, cada uno de sus miembros, se alimentan y se jactan de la misma codicia, la misma ceguera e igual podredumbre ideológica y genética que la aristocracia prerrevolucionaria francesa. Se los acabará llevando la guillotina, algún engendro similar accionado por la turba desquiciada; y aun los más necios entre ellos morirán escupiendo sangre y preguntándose el porqué. Después, los mismos juntaletras que ahora los elogian por un diploma y un nombre, escribirán anónimamente sus epitafios, con su mejor prosa gratuita de entonces, con igual devoción y sonrisa con que las putas viejas dejan el oficio y se declaran enamoradas.

He aquí la generación de El Principito que encumbró a Harry Potter, su legado. He aquí los padres y los hijos ante el proscenio, mañana. El futuro vomitará sobre vuestras tumbas. Por ahorrar saliva, mayormente.

2 comentarios en “José M. Menéndez: Literatura y política”

  1. No se si alegrarme de haberlo leido, o deprimirme aún más por lo cierto que es.
    O escribir algo sobre un vampiro adolescente, curdo traspapelado a Palestina, con algún tipo de trastorno afectivo y un par de adicciones (pero no fumador), musulmán, haplonte pero con tenedencias homosexuales y superpoderes (vamos, de oficio juez).
    Vamos, sobre el futuro novio de mis hijas 😛

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