Fernando Caro: Instrucción Pública, crisis eternas y bases de partida (II)

Supongamos acuerdo sobre lo que debe ser la verdadera naturaleza y esencia de un Sistema de Instrucción Pública, en el tramo de “secundaria” y en nuestro modelo social, establecidos en la 1ª parte de esta reflexión.

El hecho es que, en sus primeras etapas de vida, no hay distinción entre la instrucción y educación que el individuo recibe. Y su propósito, su finalidad, es claramente la de propiciar su inserción “natural” en el ámbito de convivencia más amplio que le permite el pleno desarrollo y maduración de sus potencialidades: la sociedad. Y así prosigue la “preparación” de los individuos tras la familia, habitual referencia de fondo, que la sociedad encomienda al Sistema de Instrucción Pública. En el tramo de enseñanzas secundarias instrucción y educación siguen yendo de la mano, aunque el peso relativo de una y otra sea claramente diferente y lo sean los problemas asociados al tratamiento de tales facetas.

Es en ese tramo, clave en la conformación del cuerpo social, donde sigo poniendo el acento. Y a la hora de establecer cómo llevar a cabo tal propósito básico ni hay ni puede haber un atisbo de discrepancia con lo que Alicia Delibes señala en su artículo: es imprescindible la recuperación de los valores tradicionales que allí se plasman.

Sin embargo permítaseme un enunciado alternativo. Para alcanzar el propósito, para alcanzar el éxito en los procesos de enseñanza-aprendizaje se han de concitar tres ingredientes, profesores preparados, estudiantes implicados y un ambiente, una atmósfera académica adecuados.

Y comenzaré atacando el último de ellos, la atmósfera educativa, porque resulta -a todas luces- esencial.

Somos conscientes de que tal atmósfera hoy en día, y con excesiva frecuencia, se presenta cargada de graves problemas. Tanto los legos como los profesionales lo sabemos muy bien. Y que así sea es, simplemente, escandaloso.

Porque si se acepta sin discusión que en un partido de fútbol-7, por ejemplo, el terreno de juego tiene límites, rayas que no se pueden sobrepasar, que el propio transcurso del juego –un ámbito específico de “convivencia forzada” de dos grupos, de dos equipos- ha de someterse a una normas previamente aceptadas y que el árbitro –al que se le reconoce la autoridad por delegación- es imprescindible para dirimir los conflictos que puedan surgir, ¿cómo no aceptar un enfoque análogo en otro ámbito de convivencia forzada en el que se dirime algo de mucha mayor transcendencia como es la forja de nuestros futuro?

E insistiré en lo que denomino “ámbito de convivencia forzada” –la propia sociedad en la que nos insertamos lo es-. Un instituto de secundaria es sin duda un ámbito de “convivencias forzadas” entro los que allí participan en unas u otras tareas puesto que nadie elige o es elegido como componente del colectivo por los demás componentes.

Quienes hemos alcanzado una cierta edad sabemos que una convivencia grata, un “buen ambiente” (entre los adultos siquiera hipócrita pero sin brusquedades o violencias estériles) es un bien “per se”, bien a conseguir decididamente. Y ese buen ambiente, esa atmósfera propicia derivada de la comprensión y aceptación de que lo que allí se hace no es sino un trabajo cooperativo de la sociedad para con los individuos, sus familias y, en definitiva, para con ella misma, no puede ser objeto de discusión. Y lejos de poderse alcanzar, “ni está, ni se le espera” en demasiados casos, en demasiados institutos.

Para conseguirlo, como para alcanzar el completo desarrollo de la condición ciudadana, resulta imprescindible la presencia efectiva de la “auctoritas” y de la “potestas”, la presencia efectiva de aquellos en los que se ha delegado la facultad de resolver, dirimir y arbitrar los conflictos que surgen entre individuos (que en la vida de la “polis” han renunciado a cancelar sus diferencias a su buen saber y entender, o malo, en cada caso), y que se les reconoce su ejercicio.

Y forzoso es decir que “auctoritas” y “potestas” cobran su genuino valor, y se ven idealmente sustanciadas, en la medida en que garantizan la libertad y los derechos de los más débiles. Porque esa es su esencia, ni más ni menos. O la libertad la disfrutan los más débiles, que pueden hacer ejercicio pleno de sus derechos, o no hay tal. Y en la instrucción, en la enseñanza, más aún, ¡pues claro!

Y quienes confunden, o tratan de hacerlo, “ab initio” la autoridad académica y la científica o moral, con autoritarismo o arbitrariedad, confundiendo la categoría con una de sus varias formas de manifestarse o, simplemente, al establecer una especie de “cautela preventiva” respecto de auctoritas y potestas y su genuino significado en la enseñanza, no hacen sino socavar las bases esenciales de la naturaleza misma de los procesos de enseñanza-aprendizaje, en las que discusión e imposición han de armonizarse por inseparables.

Y como tal enfoque brilla por su ausencia a causa de unas referencias que, so pretexto y apariencia de tolerancia, comprensión y permisividad con la transgresión, banalizan los conflictos vaciando de significado el cometido esencial que nos corresponde puedo afirmar que, “sensu contrario”, se inducen o fomentan conductas irresponsables. Así de claro.

Porque la configuración del campo de cometidos y competencias de los equipos directivos de los centros debe abordarse y enfocarse del mismo modo que se aborda y se enfoca en cualquier otra actividad organizada para el logro de un propósito, de cualquier empresa, atribuyéndoles las herramientas adecuadas a su función y cometidos.

En consecuencia debemos aspirar a una clara “excelencia en la gestión”, excelencia que para que no resulte estéril deberá estar acompañada de unas referencias del discurrir de los procesos de enseñanza-aprendizaje tan nítidas en su formulación y mecanismos de aplicación como lo pueda ser el reglamento del F-7, al que nos volvemos a referir como ejemplo, sin que quepan en ellas ínsulas de irresponsabilidad de ningún tipo.

Pero aun siendo lo anterior necesario no resulta suficiente. Entre otras razones porque el ambiente educativo-instructivo interior se complementa con su componente exterior, determinada tanto por factores sociales como familiares y personales de cada uno de los sujetos intervinientes. Y de ellos únicamente se espera, pese a la complejidad acumulada, que aporten el sosiego y la serenidad suficientes para afrontar en las mejores condiciones posibles los procesos que los profesionales tratamos de llevar a cabo.

A los padres de mis alumnos yo les aseguro que han establecido conmigo –con la institución que me arropa- una relación tácita de confianza desde el momento en que me “han confiado” a sus hijos. Y que de ella deriva un derecho inalienable para ellos, el de conocer en qué circunstancias transcurre el trabajo que realizo y en qué medida, en lo que concierne a la faceta educativa, soy un complemento de lo que es su primera responsabilidad; en qué medida hay coincidencia de propósitos y mensajes o, por el contario, ofrezco una discrepancia radical al respecto.

Y ello nada tiene que ver con ciertas cuestiones y ciertos aspectos técnico-profesionales. Por supuesto. (Exactamente igual que a nadie, postrado en la mesa de operaciones, se le ocurre dirigir el corte del cirujano que trata de atajar una apendicitis).

Así que a los padres les corresponde una muy gran responsabilidad pero en un esquema de reparto de papeles claramente determinado en el que ciertas cuestiones técnicas no son de su incumbencia.

En lo concerniente al primer ingrediente, profesores preparados, bien se puede afirmar que el colectivo no es diferente a otros colectivos, heterogéneo y, en términos de “calidad profesional”, estadísticamente “normal”, “gaussiano”.

Es decir compuesto por profesionales excelentes, buenos, normales, mediocres y malos. Exactamente igual que lo que sucede con otros colectivos profesionales, los de la administración de justicia, de la sanidad o del periodismo, por ejemplo.

Evidentemente resulta más que deseable el que abunden los excelentes y que existan medios para evitar la presencia de los últimos, los malos, actuando al respecto con el mismo pulso firme con el que el cirujano ataja la apendicitis. Y esas responsabilidades, las de asegurar la “fiabilidad de los mecanismos de selección” y las de aplicar las medidas correctivas necesarias en el caso de evidenciarse situaciones profesionales poco aceptables, corresponden –de nuevo por delegación de la sociedad- a los “empleadores, promotores o empresarios”, a los gestores, en definitiva. Y ahí se nos ofrece un campo en el que mucho debiera de hacerse. Pero hay cambios que “ni están ni se les espera”.

Y lo que acabo de decir, que no deja de ser algo de propósito general, básico por obvio, choca con la realidad a la que no me referiré en detalle al pretender limitar esta reflexión a un “discurso de principios”

Y en lo que concierne al segundo requerimiento, el de los estudiantes implicados, es preciso afirmar categóricamente que los hay, los ha habido y los habrá. Porque el colectivo discente es exactamente análogo al docente: heterogéneo y estadísticamente “normal”, “gaussiano”.

Y siquiera sea por un mero ánimo de “egoísmo social” hemos de tratar por todos los medios que los estudiantes implicados exploten al 100% sus potencialidades y obtengan el máximo provecho posible. Nos corresponde hacer todos los esfuerzos necesarios para ello, “protegiéndolos” adecuadamente y aportando ambientes educativos propicios y profesionales bien preparados: nos lo devolverán con creces en un futuro inmediato.

Y ello sin menoscabo, por supuesto, de que el Sistema de Instrucción Pública tenga vocación “universal” a la hora de acoger, preparar y, en definitiva, forjar a un colectivo tan amplio y heterogéneo como la propia sociedad. No hay “contradictio” sino complementariedad. El como hacerlo excede, de nuevo, del propósito de esta reflexión pero es preciso que nuestro Sistema de Instrucción Pública asuma como principio básico de funcionamiento el mismo que, por ejemplo, opera en la fiscalidad de las rentas del trabajo: lo justo es tratar de manera desigual lo que es desigual; “sensu contrario”, es injusto tratar de manera homogénea lo heterogéneo. Homogeneizar, uniformar resulta, pues, esencialmente injusto, se mire como se mire. No cabe hacer apelación a una solidaridad forzada entre individuos que resulta, siempre, en perjuicio de los más desfavorecidos, aquellos a los que se les cercenan sus expectativas de progreso autónomo.

En este pasado reciente hemos vivido una época francamente muy dura que, felizmente para nuestro propósito, espero haya tocado a su fin. Hemos dejado atrás una época en la que, a consecuencia de unas circunstancias económicas singularmente favorables y que muy difícilmente se nos volverán a presentar (por la disposición de abundantes recursos derivados de nuestra incorporación a la UE y de una coyuntura económica internacional muy propicia), el saber, el conocer y el aprender eran juzgados poco menos que actividades estúpidas frente al mero hacer, que reportaba exitosos resultados económicos inmediatos.

La ignorancia, la carencia de formación seria, la falta de buen criterio en definitiva, unida a la seguridad económica han conformado y conforman un cóctel socialmente exitoso y bien conocido en nuestra realidad cotidiana pero tan dramáticamente peligroso como el resultado de una droga administrada irresponsablemente a un organismo tierno.

Afortunadamente, bien que en silencio, todavía somos muchos los que confiamos en el potencial transformador asociado al saber, saber al que solo puede accederse con esfuerzo, trabajo denodado y dedicación –responsabilidad, en suma- y al que la sociedad acude y se confía a la hora de dar pasos de progreso.

Nuestro Sistema de Instrucción Pública ha de cambiar drásticamente porque el cuadro que ofrece es tan pavoroso que difícilmente puede resultar más desalentador.

Y por supuesto, debiera adaptarse a los principios operativos aquí esbozados e invocados en su configuración, propósitos y materialización. Aferrarse a pre-juicios es un simple recurso de elusión de unos principios básicos de actuación que, para una actividad tan antigua como el hombre, tan vieja como nosotros, es inconcebible mantener perpetuamente en discusión.

Y la mirada limpia a nuestra realidad profesional, en la que jamás se ha dispuesto de tantos medios materiales y personales asignados a los menesteres de los que venimos hablando y en la que los resultados, se disfracen como se disfracen, son profunda, terriblemente magros, diríase un campo esquilmado por exceso de abono y malas prácticas agronómicas, me lleva a denunciar, por inadmisible, el enorme despilfarro de recursos personales, materiales y de expectativas de futuro al que hemos de poner fin de una vez por todas.

A no ser que estemos inmersos y decididos a consumar un claro proceso de “suicidio social”.

Dejar un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *