Notas sobre los líderes

Por Horacio Vázquez-Rial

El enamoramiento es la invención de otro. Un otro que responde a todas las necesidades de complementariedad del enamorado; un otro que conduce hacia sí (seduce) todas las fantasías, conscientes o inconscientes, del que ama; un otro que ordena todas esas fantasías (educa); un otro que las orienta (conduce). El que los enamoramientos sean simultáneos, no implica que sean idénticos. Dos hombres con muy distintas carencias pueden enamorarse de la misma mujer, como dos mujeres del mismo hombre, pero esos enamoramientos distan de ser comparables: se trata de invenciones distintas, de vacíos diferentes que, en el imaginario, construyen objetos diversos. El líder es el objeto de un enamoramiento colectivo. Probablemente porque quien representa ese papel —en sentido estricto, como un actor— es en lo real el loco de la familia o, para el caso, el loco colectivo, el loco social, el que resume en sí todas las patologías, el que se hace cargo, dándole un rostro, de la enfermedad general, para desarrollarla, como Hitler, o para curarla, como Mandela. La función de líder es social, pero cada uno de los que siguen a un líder tiene una relación particular con él, construye su propia historia de amor.

El liderazgo es un producto de la modernidad. Antes de Robespierre y Napoleón, los líderes no existen. No lo eran Alejandro Magno ni Augusto, ni les preocupaba: sus proyectos tenían consecuencias sociales, pero no eran populares en el sentido actual del término. En una escala modesta, local, los únicos líderes anteriores a nuestra época fueron Moisés y Jesús.

El XX fue un siglo de líderes. Para bien o para mal, lo fueron De Gaulle y Churchill, Stalin y Mussolini, Roosevelt y Hitler, Perón y Mao. Gente con capacidad de movilización, capaz de suscitar adhesiones personales con unos recursos mediáticos que, a la vista de los actuales, nos resultan francamente pobres. España fue pródiga en personalidades carismáticas de diversa entidad y orientación, desde José Antonio Primo de Rivera hasta Dolores Ibárruri, pasando por los aún eficaces Santiago Carrillo y Manuel Fraga (que son eficaces por lo que encarnan en términos históricos, porque ya no representan en el sentido teatral). Hace poco recordaba en un artículo José García Domínguez una frase de Georges Sorel a este propósito: “Si te colocas en el campo de los mitos, eres inmune a la refutación crítica.”

Cada vez se extiende más un uso equívoco del término “líder” en reemplazo de “dirigente”, que genera confusión. Mussolini era un líder populista, Berlusconi es un dirigente populista. Churchill era un líder conservador, Cameron es un dirigente del mismo partido (al que Churchill, desde luego, no reconocería).

La pregunta es qué convierte a un líder en lo que es. Cómo nacen, o se hacen, tipos como Castro, Perón, Mao, Hitler, Gandhi, Mandela, Roosevelt o los mencionados Churchill y Mussolini. Todos ellos están documentados. A un tiro de ratón, en YouTube, puede usted verlos en acción, es decir, hablando. Enamorando, seduciendo, educando, conduciendo.

Los líderes hablan. Es decir, son, en primer lugar, relato, construcción de un personaje, invención de un pasado y contradicción constante. En cualquiera de los casos citados (yo he estudiado a fondo a Perón y a Castro, pero soy consciente de que éste es un rasgo común), se pueden encontrar afirmaciones un día, claramente contradichas al siguiente, sin que al hombre en cuestión se le mueva un pelo, y tampoco a sus seguidores, capaces de citar las dos oraciones como paradigma de razón sin reparar en la incongruencia.

Los líderes hablan en la lengua del otro. Perón decía que, cuando hablaba con un comunista, lo hacía “en comunista”. No aspiraba a ser entendido, no le interesaba ilustrar ni discutir: le interesaba que el otro se convenciera de que lo que el propio Perón decía era precisamente lo que él pensaba o creía. Sin embargo, hay en todo discurso de líder alguna verdad esencial, algo que no se puede discutir, una reiteración o renovación de lo evidente: ¿qué inglés ignoraba en 1940 que lo único que su país podía ofrecerle, por boca de su primer ministro, era “sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor”? Tan evidente era que la frase, reducida a “sangre, sudor y lágrimas”, pasó a lo coloquial.

El líder improvisa. El 17 de octubre de 1945, Perón no tenía la menor idea de lo que iba a decirle a los miles y miles de personas congregadas en la Plaza de Mayo, reclamando su presencia en la Casa de Gobierno. Tanto que, como él mismo contaría posteriormente, antes de emprender su discurso, se puso a cantar el Himno Nacional, y todos lo imitaron: eso le dio unos minutos para hilar unas cuantas frases y lanzarse a hablar. No lo hizo desde la conciencia, sino desde una especie de entresueño, mezclando ideas de las que intuía que eran esperadas, en la lengua de la multitud, que aprendió exactamente en ese momento.

El líder toma decisiones. Puede concitar amor, odio, rencor, resentimiento, oposición, pero decide. Un dirigente jamás va a la guerra: es Chamberlain, una especie de funcionario de la historia que da largas, siempre da largas. Un dirigente es un tipo tan temeroso que no concibe la idea de matar y hasta dice que prefiere que lo maten (José Bono, ministro de defensa, lo expresó así). El líder sabe que él no va a matar a nadie ni nadie lo va a matar a él en una guerra, que es cosa de soldados, nada personal. Si lo matan demasiado pronto, no es un líder, es un mártir y deviene símbolo. Pero los líderes reales, los hombres de poder, suelen morir de viejos o asesinados casi al final, en un momento de debilidad, como Mussolini, al que mandaron liquidar porque aún tenía por delante una larga sobrevida política.

Gandhi tomó la decisión de la paz, lo que en su caso también implicaba poner en juego muchas vidas, pero sabía con quién estaba tratando: con un Imperio Británico en retirada, que había comprendido que las posesiones coloniales eran demasiado caras, que era más sencillo el comercio que el dominio político (como conclusión de un largo debate de al menos dos siglos: el joven Pitt lo había entendido a finales del XVIII), y con un ejército al que conocía bien: “Detrás de un uniforme británico siempre hay alguien con quien hablar”, dijo Gandhi en una ocasión.

El líder no concibe la alternancia: el poder es todo suyo, cuando lo alcanza, para lo bueno y para lo malo. Era impensable que, después de la guerra, los ingleses no reeligieran a Churchill y, en cambio, votaran a Attlee (dirigente, funcionario de la historia). Pero más tarde tuvieron que llamar al viejo líder para que reparara el desaguisado. Perón eligió el exilio, pero manejó la política argentina desde la distancia durante dieciocho años. Los demás murieron (o están por morir) en el poder. A Castro lo mantienen los que nunca toman decisiones. Creo que Mandela es la única excepción a esa regla, aunque mandará mucho hasta su muerte.

No obstante, todo lo dicho funciona como la técnica del best seller: se puede explicar, desmenuzar el texto, imitarlo; se puede decir cuál es el secreto de la hechura en las novelas de un superventas, pero eso no implica que sea posible repetir la hazaña. Hay elementos externos e internos que lo impiden. Los externos son racionalizables, y en general los editores lo intentan, aunque la verdad es que tienen que publicar muchos títulos que cumplen con la receta antes de ganar la lotería. Por eso existe el líder paródico, como existe la parodia del best seller, que suele ser simplemente un mal libro. Es el caso de Hugo Chávez.

Chávez habla, habla la lengua del otro, habla la lengua de la muchedumbre, improvisa, se considera irreemplazable y, a veces, no siempre, toma decisiones. Pero no es Fidel Castro, ni Perón, ni Mussolini. No quiero referirme al carisma, me parece un término demasiado fácil de usar y demasiado difícil de comprender en toda su extensión, más mística que sociológica, aunque se lo ensucie con un empleo a menudo de prensa rosa. No es que le falte carisma, pues: es que se trata de un imitador. Es cierto que Castro y Perón tuvieron el modelo de Mussolini (Castro llegó a plagiarlo, como llegó a plagiar a Hitler con aquello de que “la historia me absolverá”, que el nazi dijo en el juicio tras el putsch de Múnich y el cubano tras el asalto al Moncada), pero no fueron imitadores: copiaron tópicos, pero en una construcción del todo propia.

Ya puede uno ser el mejor actor del mundo, que jamás podrá transmitir lo que un líder transmite. Bruno Ganz es sin duda uno de los mejores y, sin embargo, “hace” de Hitler en El hundimiento. Nada en esa figura explica por qué lo siguieron millones de hombres. Chávez, que es un pésimo actor, “hace” de líder.

La permanente confusión entre líder y dirigente tiene su origen en una suerte de evaporación de la figura del líder. La política también se desvanece, deja de ser una actividad vocacional para la que se requiere o bien un íntimo impulso de servicio a la sociedad, o bien una ambición de poder tan desmedida como peligrosa, sin excluir que ambos factores coincidan en individuos excepcionales, y empieza a ser un oficio más. En cualquier caso, el político es, no está en la política.

En Suecia, un país al que se le supone un desarrollo social mayor y en el que cabe pensar que la política sea sobre todo técnica de gestión, los políticos se jubilan a una determinada edad y desaparecen de la escena pública; al parecer, sin dolor, aunque hace ya unos cuantos años que Ingmar Bergman nos contó en Fresas salvajes la historia de un médico que se retira porque así se establece en las normas del Estado, pero que vive ese momento como tragedia. En España, Francia, Italia, Alemania, Gran Bretaña y unos cuantos países más, incluidos los Estados Unidos, nadie se jubila en la política. Puede apartarse de la competencia por los más altos cargos del Estado, como ha hecho explícitamente Aznar, o ausentarse, como Felipe González, pero jamás abandonar la política misma. Más aún: los líderes auténticos marcan la historia de los demás también cuando no están y por no estar.

Zapatero, al referirse a sí mismo y a sus colegas como líderes, además de dar cuerpo a su propia vanidad, incurre en una falacia porque es consciente de que tiene que transmitir cierta tranquilidad, convencer a la población de que no está huérfana, de que todavía hay quien vele por ella. Pero en su fuero íntimo sabe que no es así, que allá arriba no hay nadie. De modo que tenemos lo que tenemos: oscuros administradores de un poder que sólo aspira a perpetuarse, ocupan el lugar de los líderes.

Tengo para mí que no se trata de un fenómeno propio de la política, sino de la reproducción en el campo de la política de algo que está sucediendo en la sociedad civil y en el mundo empresarial: la liquidación y absorción de las clases dirigentes tradicionales en el magma global. La burguesía se está extinguiendo –es probable que su último representante auténtico haya sido Agnelli—, las aristocracias de mérito a las que parecían tender las sociedades abiertas por medio de la libre competencia se han diluido en capas tecnocráticas sectoriales, y los capitanes de industria son un recuerdo de días más felices. Las empresas mayores, mediante complejos entramados de fusiones y absorciones, han llegado a no tener dueño, a ser de muchos y de nadie en particular, con sus miles y miles de accionistas en los que, en cierta medida, se ha realizado la noción de capitalismo popular, que dejan las decisiones en manos de ejecutivos de altísimo nivel a los que pocos conocen y que rarísima vez comprometen su patrimonio en proyectos que no sienten propios. De los grandes empresarios creadores hemos pasado a las legiones de empleados ocasionalmente jerarquizados, siempre sustituibles y a menudo sustituidos, grises y en lo posible anónimos por definición. ¿Por qué iba a ocurrir algo distinto en la política?

La desaparición de los grandes líderes está ligada a una transformación de la democracia en muchos aspectos similar a la de las empresas. La noción de democracia como representación en los poderes públicos del conjunto social ha sido sustituida por otra, mayoritarista y tendencialmente abocada a los que algunos llaman democracia autoritaria. Los partidos políticos son en lo fundamental maquinarias electorales y los votantes, como los pequeños accionistas de las corporaciones, delegan las decisiones en funcionarios que no asumen en absoluto la representación de nadie, y a los que, en la mayoría de los casos, debido a los sistemas de listas cerradas, nadie conoce. Hay excepciones, es cierto —el sistema electoral británico, por ejemplo, sigue garantizando un mayor compromiso de representación, que se ampliará en un futuro próximo—, pero la tendencia general es ésa. Y trae aparejadas muchas desgracias, no pocas de las cuales están a la vista. Por mencionar sólo una: la Unión Europea tiende a una gerontocracia de estilo soviético cuyos miembros se empeñan en mantenerse apartados de la realidad mientras generan normativas contra natura, de las que los ciudadanos tienen escaso conocimiento, pero que perciben opuestas a sus intereses —véase el caso del ingreso de Turquía y el “no” holandés al tratado constitucional—.

Pasado el desastre, este tiempo que aún no posee un nombre (es postindustrial, postcapitalista, siempre post…), sobrevendrá algo nuevo. Pero los líderes seguirán siendo necesarios, ya forman parte de la cultura planetaria. Y nadie va a dejar de enamorarse, ni individual ni colectivamente.

Vía Centro Psicoanalítico de Madrid

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