Dime con quién andas

Por Horacio Vázquez-Rial

Carlos Rangel, el hombre al que no hicieron caso los venezolanos –son palabras de su amigo Carlos Alberto Montaner–, se suicidó hace dieciocho años, en 1988. Había nacido en 1929 y estaba casado con Sofía Imber. Escribió el que tal vez sea el mejor ensayo de interpretación de la historia hispanoamericana del siglo XX, y un modelo para el análisis liberal: Del buen salvaje al buen revolucionario (1974), una obra lúcida hasta la profecía, que en su día prologó Jean-François Revel y que ha sido reeditada no hace mucho con una introducción de Montaner.

Sofía Imber, periodista como su marido (ella prefiere decirse “reportera”), fundó y dirigió durante largos años el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas, que hasta hace unas horas llevaba su nombre.

Pues resulta que el Gorila Rojo, así, con mayúsculas, ha decidido, porque puede, que para eso es el mandamás, despojar al museo del nombre de su fundadora y antigua directora. O sea que ya no se llamará como se llamaba y como debía llamarse. Y eso se debe a que el Presidente Aló está ofendido porque la señora Imber, junto a otras personalidades venezolanas, que se la juegan tanto como ella, ha firmado un comunicado contra las declaraciones antisemitas de Chávez. Mario Vargas Llosa ha protestado contra la represalia y la cuestión está en internet. Pero yo no estoy convencido de que los que suscribieron y suscriben la crítica al militar elegido para gobernar en Venezuela comprendan el verdadero alcance de esa referencia oblicua a “los que crucificaron a Cristo” como culpables de todos los males del mundo.

Chávez, como Perón o cualquier otro populista, ejercen de antisemitas cuando les parece oportuno. En este caso, por complicidad con el entramado islámico, tanto por afinidad estética y odio a Occidente como por al menos dos razones de orden práctico que hay que tener en cuenta.

La primera es que Venezuela pertenece a la OPEP, organización de países exportadores de petróleo que no incluye a todos los que se dedican a ello. Noruega, por ejemplo, no está en la OPEP. De los 11 países de la OPEP, 9 pertenecen a la Liga Árabe y a la Conferencia Islámica, instancias que fueron creciendo a lo largo de los años: en 1947, cuando decidió arrojar a los judíos al mar, la Liga Árabe estaba formada por sólo cinco países; hay que tener en cuenta que, de los 191 países miembros de la ONU, 57, casi un tercio, pertenecen a la Conferencia Islámica; 10 de esos 57 fijan el precio del petróleo y otros 12 lo producen y lo exportan a raudales. Ésos son los socios de Chávez.

La segunda es que la Liga Árabe reúne a un grupo de naciones ricas en las que la pobreza y el subdesarrollo son la norma: siempre están en los puestos más bajos del Índice de Desarrollo Humano. Su clase dirigente –de cuyos numerosos amigos y socios en España no es momento de hablar, pero que son unos cuantos, y no precisamente desconocidos– no contribuye al Estado y tiene muchísimo capital para invertir. Desde que España, como consecuencia de la abolición revolucionaria de la política exterior trazada por los gobiernos de José María Aznar, dejó de ser aliada de los Estados Unidos, dejó de ser su socio político y, por tanto, perdió el paraguas que le había permitido convertirse en el primer inversor del continente, se abrió un espacio que no van a ocupar ni la América del Norte ni los países más ricos de la Unión Europea, volcados hacia el Este.

Y es ése el espacio que aspiran a ocupar los países de la Liga Árabe, que el año pasado envió representantes a recorrer la América del Sur, con gran éxito de crítica y de público: fueron recibidos con todos los honores, y no sólo en Venezuela, también en la Argentina, donde, desde los gobiernos de Carlos Menem, Siria e Irán tienen más predicamento del que habían tenido jamás, y habían tenido mucho, a pesar de su más que probable participación en los dos grandes atentados antisemitas perpetrados en Buenos Aires: la voladura de la AMIA (Asociación Mutual Israelita Argentina) y la de la embajada de Israel, en una línea de acción que culminaría en las Torres Gemelas de Nueva York.

También los chinos se pasearon por ahí en los mismos días de 2005, pero sus pretensiones no eran las mismas: China es en más de un sentido una nación capitalista de viejo cuño, una metrópolis necesitada de materias primas, en tanto que los árabes no necesitan nada de eso porque no están en proceso de desarrollo, ni en la creación de industrias, ni en el cuidado de la alimentación de sus pueblos. Lo suyo es el capital financiero. Mientras los chinos compran soja e instalan industrias extractivas para sacar los minerales que les hacen falta, los árabes venden política. Y los populismos de Hispanoamérica compran política, precios altos del petróleo y enjuagues financieros para fingir un pago de deuda externa que no es tal: si Kirchner se permitió saldar la deuda argentina con el Fondo Monetario Internacional, fue gracias a la compra de bonos de esa deuda en forma masiva por Venezuela, es decir, por Chávez.

La izquierda argentina encarnada en Kirchner dio un espectáculo patético el 11 de setiembre de 2001, con el discurso –nada original, por cierto– del mar de injusticia universal en que se hallan sumidos los de Al Qaeda. El ubicuo castrismo continental, y por extensión el chavismo, no actuó en mejor forma.

Como en todas partes, la izquierda latinoamericana es explícita o implícitamente proislámica, y lo es más desde entonces. Por lo tanto, es de esperar que la radicalización del mundo islámico tenga consecuencias sobre su concepción de lo político. Está genéticamente inscripto en la idea que esa izquierda tiene del universo mundo el aplauso al triunfo de Hamas, descrito como triunfo del pueblo palestino de la democracia, y el apoyo al presidente Ahmadineyad.

La salida antisemita de Chávez contra la cual reaccionó doña Sofía Imbert tuvo lugar cuando Irán ya había lanzado su fatwa sobre Israel y había iniciado sus preparativos para hacerse con La Bomba. La cuestión de si ordenar o no a Irán que mande sus representantes a contestar preguntas sobre su programa nuclear ante el Consejo de Seguridad de la ONU, como corresponde a nuestro chamberlainiano o moratinesco mundo, ha sido llevada al Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA).

El presidente del organismo es Mohamed el Baradei, egipcio, receptor del premio Nobel de la Paz de 2005 en nombre del OIEA por sus esfuerzos para frenar la proliferación de armas nucleares, sucesor en el cargo de Hans Blix y promotor, junto a él, de las inspecciones en Irak en busca de armas de destrucción masiva, llama ahora a la moderación y el diálogo y asegura que los expertos a sus órdenes no han encontrado pruebas de que Teherán esté procurando dotarse de armamento nuclear: será porque los técnicos no oyen bien los discursos de Ahmadineyad, pero no porque no haya quien entienda árabe, porque El Baradei lo entiende. El presidente iraní es tan claro como lo fue en su día Sadam Husein: en Irán no van a entrar inspectores. Lo cual es una forma de reconocimiento de que lo que se cuece no huele bien.

Castro y Chávez, sosteniendo que Irán tiene derecho al desarrollo nuclear, que según ellos se hará con fines pacíficos, votaron finalmente junto a Siria. Kirchner, tras incontables vacilaciones y comunicaciones con su embajador, votó por llevar a Irán ante el Consejo, cosa que, como es sabido, no servirá de nada porque el espíritu Blix domina allí tanto como en el OIEA. Los de Hamas, que esta misma semana envía una delegación a pedir dinero en Venezuela, Bolivia, Brasil y Argentina, entienden perfectamente la situación. “Esos países tienen que apoyar a Palestina”, dijo el portavoz de la organización terrorista, Samy Abu Khri, quien afirmó que la finalidad principal de la gira es “sacarles de la cabeza [¡a Chávez, Morales, Kirchner!] la idea de que somos unos terroristas y mostrar que el problema es la ocupación israelí”. No les será difícil.

Con estos antecedentes, ¿cómo sorprenderse de que Chávez hable de los que crucificaron a Cristo, con la misma naturalidad con que podría hablar de los Protocolos de los Sabios de Sión o condenar el imperialismo sura en boca? ¿Cómo sorprenderse de que le expropie el nombre a una señora que se dedicó a reunir picassos y moores y chagales, nada menos que chagales, en Caracas? Lo raro es que no la mande fusilar o que no mande quemar todo ese arte degenerado, y confío en no estar dando ideas.

Vía Libertad Digital

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